lunes, 23 de diciembre de 2013

Madre y mundo.


Madre y mundo

Mi madre me ha dejado sin ella. Lo que era de esperar ha vuelto a suceder inesperadamente. De esta neumonía parecía que iba a salir como un esquife entre las olas, desarbolado ya por otras tempestades. Pero esta vez la naturaleza ha sido más rápida que la gracia –grácil ésta, más que ágil- y, antes del amanecer, pudo con mi madre. La muerte suele madrugar, asaltarnos antes de las primeras luces. Tal vez porque teme que, con el día, la veamos actuar y le opongamos resistencia. Lo mejor son los hechos consumados, la obra feliz o infelizmente terminada. Que nos vean en faena no nos gusta. Nos distrae y nos deja en evidencia. La muerte no es tan rápida que no necesite tiempo para intervenir. Un instante dura, a veces, una vida.
 Cuando yo era niño recuerdo que no quería separarme de mi madre. No es que ella fuera el centro de mi mundo. Era, más bien, como mi atalaya. A sus hijos nos llevaba de niños a los prados sin vallar de las afueras, donde, cuando todavía escaseaban los parques urbanos, podíamos correr y jugar bajo la mirada eterna de las vacas que rumiaban, tumbadas al sol muy cerca de nosotros, mientras nuestras madres tejían sus labores de punto y hablaban de sus hijos sin perdernos de vista. Pero mi hermano y yo, sobre todo yo, nos cansábamos enseguida de jugar. Lo que nos gustaba era sentarnos junto a nuestra madre y quedarnos a su lado horas enteras
Desde los ojos de mi madre yo podía verlo todo. Todo era, visto desde ellos, extrarradio de la ciudad. Cuando, con el paso de los años, han tratado de enseñarme a distinguir lo principal de lo secundario en la vida, esto último ha retenido siempre mi atención. No he podido olvidar nunca todo lo que vi, junto a mi madre, desde las afueras del mundo. Desde aquellos prados sin vallar donde los niños jugábamos mientras nuestras madres tejían y las vacas rumiaban la ciudad se veía dispersa y alejada de nosotros, de nuestras alegrías cotidianas. Lo importante parecía carecer allí de toda importancia.

Tu amor y tu bondad me acompañan
Todos los días de mi vida;
                                
y habitaré en la casa del Señor
Por años sin término. - Sal -22.
 
 



 
 
 
 
 
 
 
 
 

 
 

 
 
 
 
 
 
 

 
 


 




                        

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