lunes, 30 de diciembre de 2013

Cuestión de humanidad

        

Cuestión de humanidad

Encogiéndonos de hombros y exclamando:
-…es la vida.
Pero la vida no es la vida. No es la puerta que se cierra sino la que se abre. Porque no se cierra en la vida ninguna puerta sin que se abra otra. Lo difícil es ver la puerta abierta después Cuando le damos a otro el pésame por la muerte de un ser querido acabamos de la cerrada, tanto como tratar de ver algo después de haber visto el sol, que nos deja ciegos para todo lo que no sea él mismo. La vida es siempre una oportunidad que podemos dar o recibir, perder o aprovechar. Ya puedo pedirla entre dientes o exigirla entre gritos. Si otro no me la da, nunca podré ser yo mismo. Nunca podré nacer de nuevo, como la primera vez.
Todos mis derechos como ser humano penden, pues, de un hilo. Yo puedo cortarlo pero no puedo tenderlo. Puedo poner fin a mi vida, pero no puedo ponerle principio: he aquí mi drama como ser humano. Mi drama como hombre no es que tenga que morir sino que tengo que nacer. Y no solo una vez, la primera, el día en que me nacieron. Tantas veces como necesite nacer de nuevo, empezar en la vida una etapa diferente, y tantas otras como requiera una mano para levantarme o para sostenerme, esa mano no será nunca la mía. Será siempre la mano tendida de otro. Yo no puedo darme a mí mismo una oportunidad. Ni siquiera puedo pedírsela a nadie como un derecho natural. Por dignidad yo no puedo mendigar mi dignidad. O me la reconocen o no. O se la reconozco a los demás o no. Ésta es la cuestión.
La cuestión es que no nacemos humanos. Necesitamos unos de otros para serlo.

La manera, esencial, que distingue a un hombre DIGNO, de llamarse así, es la perseverancia y fortaleza,, en las situaciones adversas y difíciles.


 

 

 
 
 
 
 
 
 
 

lunes, 23 de diciembre de 2013

Madre y mundo.


Madre y mundo

Mi madre me ha dejado sin ella. Lo que era de esperar ha vuelto a suceder inesperadamente. De esta neumonía parecía que iba a salir como un esquife entre las olas, desarbolado ya por otras tempestades. Pero esta vez la naturaleza ha sido más rápida que la gracia –grácil ésta, más que ágil- y, antes del amanecer, pudo con mi madre. La muerte suele madrugar, asaltarnos antes de las primeras luces. Tal vez porque teme que, con el día, la veamos actuar y le opongamos resistencia. Lo mejor son los hechos consumados, la obra feliz o infelizmente terminada. Que nos vean en faena no nos gusta. Nos distrae y nos deja en evidencia. La muerte no es tan rápida que no necesite tiempo para intervenir. Un instante dura, a veces, una vida.
 Cuando yo era niño recuerdo que no quería separarme de mi madre. No es que ella fuera el centro de mi mundo. Era, más bien, como mi atalaya. A sus hijos nos llevaba de niños a los prados sin vallar de las afueras, donde, cuando todavía escaseaban los parques urbanos, podíamos correr y jugar bajo la mirada eterna de las vacas que rumiaban, tumbadas al sol muy cerca de nosotros, mientras nuestras madres tejían sus labores de punto y hablaban de sus hijos sin perdernos de vista. Pero mi hermano y yo, sobre todo yo, nos cansábamos enseguida de jugar. Lo que nos gustaba era sentarnos junto a nuestra madre y quedarnos a su lado horas enteras
Desde los ojos de mi madre yo podía verlo todo. Todo era, visto desde ellos, extrarradio de la ciudad. Cuando, con el paso de los años, han tratado de enseñarme a distinguir lo principal de lo secundario en la vida, esto último ha retenido siempre mi atención. No he podido olvidar nunca todo lo que vi, junto a mi madre, desde las afueras del mundo. Desde aquellos prados sin vallar donde los niños jugábamos mientras nuestras madres tejían y las vacas rumiaban la ciudad se veía dispersa y alejada de nosotros, de nuestras alegrías cotidianas. Lo importante parecía carecer allí de toda importancia.

Tu amor y tu bondad me acompañan
Todos los días de mi vida;
                                
y habitaré en la casa del Señor
Por años sin término. - Sal -22.
 
 



 
 
 
 
 
 
 
 
 

 
 

 
 
 
 
 
 
 

 
 


 




                        

lunes, 2 de diciembre de 2013

Cien años con Sor Felisa.


Cien años con Sor Felisa.

Cien años no se cumplen todos los días. Ni los cumplimos todos en vida. De algunos mortales celebramos los vivos su centenario porque ellos no están ya entre nosotros para hacerlo. Pero algunos sí que están. Algunos llevan cien años entre los vivos y no han perdido aun las ganas de seguir viviendo. Es el caso de Sor Felisa Arnáiz, religiosa burgalesa que ha visto con sus ojos tantos acontecimientos y cotidianos aconteceres del último siglo como leemos ahora en los libros de historia. Ha visto mucho porque ha vivido más.
    De cuando novicia, en plena guerra incivil, recuerda aun en qué           estado llegaban al “hospital de sangre” de León los heridos evacuados  en el frente de Asturias. Luego fueron pasando, uno tras otro, sus cincuenta años en Oviedo, al servicio de la cocina económica. Allí  nos conocimos, por cierto, hace un cuarto de siglo. Y, en estos últimos años, a Sor Felisa le ha tocado la tarea más delicada de cuantas la vida nos impone. Me refiero a la tarea de sobrevivir, sosteniendo encendida la llama de la esperanza antes de entregarla a la generación siguiente. Y ha sido en Burgos, su cuna, de donde salió hace tantos años y adonde ha vuelto para estar cerca de su hermano carmelita y de todas las hermanas en religión que la han precedido en      un destino que ella no tiene prisa de cumplir.
Sor Felisa Arnaiz dejará entre las Hijas de la Caridad el recuerdo de su profunda humanidad. Con ella he podido conversar tantas veces como quien está junto a su madre. Con una madre no se habla tanto del cielo como de la tierra, de lo que a uno le ilusiona o le preocupa en la vida. Y así es como la vida, presentada con naturalidad, se transforma en ofrenda y el cielo la recibe. Para subir hay que bajar primero pero, para bajar, hace falta ayuda. Uno sube solo pero baja tan solo si encuentra a otro que baje con él. Sor Felisa es una de esas almas que tienen los pies en la tierra, las dudas y los temores de todo ser humano. Por eso escucharla a ella me ha servido tanto para conocerme a mí. Ser creyente no consiste en ser otro sino en ser uno mismo y en serlo con toda la fragilidad de un ser creado para el amor, pero también para la muerte.
 Y, hablando de la muerte, ¡cómo no sentir su ausencia! Nada tan presente como el que no está pero se le espera. Y la espera, mientras dura, se llena de palabras para la esperanza. Los años que me separan de Sor Felisa son nada cuando conversamos. Es el milagro de una vida que, por larga que sea, se puede abreviar en un instante. Somos tiempo y somos nada, un suspiro a tiempo. Por eso no está la sabiduría en las canas sino en los ojos. He visto ojos de viejo en algunos jóvenes y de niño en muchos viejos. Y a muchos que han visto mucho les he visto comportarse como si no hubieran visto nada. Como si les quedara todavía mucho por aprender. Así podía decir de sí mismo Solón, el sabio de Grecia:
Envejezco aprendiendo siempre muchas cosas

.3- Tu reduces el hombre a polvo, diciendo, retornad, hijos de Adan. Mil años en tu presencia, son un ayer, que paso; una vela nocturna. (Sal-89)