Poemas Víctor Marquez Pailos.
Ama tu fragilidad
más que a
Dios,
y podrás
amar a Dios
más que a
ti mismo.
Porque
donde tu fragilidad
busca su
descanso
no lo
encuentras tú.
¡Ay
de las palabras que no nos dejan morir
porque
no han nacido:
no
viven otra vida que la estéril
de
una voz entre otras voces,
rivalizando
por sonar más alto,
vibrando
al aire que nos separa
y
no puede unirnos pues es aire
y
está aquí y en todas partes!
¡Ay
de las palabras que se lleva el viento
sin
poder nacer, sin dejar morir,
sin
acercar el cielo que nos separa
de
la tierra, ni la tierra que nos separa
del
cielo!
Todo
lo que nace muere
aunque
para vivir haya nacido;
lo
que nace busca la palabra exacta
en
la que hallar, con la muerte,
su
desvelo. Todo, menos las palabras que se lleva el viento,
menos
el viento que se lleva las palabras
por
todas partes: siempre más alto en el aire
que
nos separa de la tierra
y del cielo.
V
Oigo
mi nombre en tu voz,
que
me abre al aire incierto de la vida,
respirando
con el gozo de haber sido
inesperadamente
amado.
Y
nada puede cerrarse ya en mí:
todo
ha empezado
a
gozar a su modo -sin armonía aun-
mientras
corre a tu encuentro;
todo
me sirve de cuenco
para
beber lo que viertes del tuyo
en
mi nombre,
pues
siempre es nueva tu voz para mí
cuando
vuelvo
de
la calle ruidosa donde nadie
llama
a nadie,
donde
a nadie le importa el gozo
-porque
no el dolor – de nadie,
donde
nadie le regala un nombre
-tan
solo un nombre-
a
nadie:
¡el
suyo!
Oigo
mi nombre en tu voz:
ya
no suena tu voz,
pero sí mi nombre por los siglo
VII
Sólo
se nos ha dado el morir,
no
la muerte.
El
ver morir se nos ha dado,
y
el morir viendo que otros crecen
sin
advertir que les miramos
como
si nos debieran la existencia.
Pero
no: hay una fecundidad inagotable
en
el fondo de las aguas que bebemos
cada
noche, inductoras de los sueños,
y
en el mismo manantial que el solitario
otra
vez beberá el mundano,
y
soñarán los dos el mismo mundo,
viéndolo
al revés -este empezando,
acabando
aquel-,
demasiado
joven para anunciar su fin
o
viejo ya para el amor.
Sólo
se nos ha dado el morir
para
el que quiera verlo:
hay
una fecundidad inagotable
esperando
sin prisa cada noche
la
hora de llegar a nuestros labios, el instante
de
abrirlos a la risa de buen tono, al llanto seco
o
a la sonrisa ingenua del que sueña
dulce
la muerte sin sabor para los hombres,
sin
sabor ni figura, sin ni siquiera
nombre
conocido.
Sólo
se nos ha dado el morir,
no la muerte
IX
Volver:
es mi pasión.
Otros
quemaron sus naves
y,
sin volver la cabeza,
menospreciaron
la fiesta,
la
pura llamarada en lid
contra
el océano en sombra.
Pero
yo, cuando a mis barcos
permito
arder cada tarde,
no
puedo partir sin verlos
enrojecer
el poniente:
yo
vuelvo, sí, la cabeza
y,
sin ser visto, yo miro
todo
el misterio del fuego
que
ha consumido mi ofrenda.
Lo
que he devuelto a la nada
ahora
veo que sigue
siendo, otra vez, una fiesta.
XIII
Ya nadie se siente seguro
de no ser nadie.
A cada cual le duele su pasado,
tendido como si nunca hubiera sucedido,
demasiado exhausto para ponerse en pie.
Solo está el hombre seguro de haber sido
niño, hijo de una madre angelical
con sus ojos vueltos siempre hacia él,
día y noche, a cada instante, hacia él.
Pero ahora ya no es niño: ya no sabe
con certeza lo que es.
Ya no está su madre junto a él
y la sombra que en sus ojos ha dejado
no puede aun cubrir toda su piel:
ahora sabe, nada más, lo que es tener.
Y tiene razón, tiene fe,
tiene mujer y tiene hijos,
un buen trabajo, fin de semana,
coche turbo-diesel y mucho estrés.
Pero tener es luchar
por olvidar, sin poder,
los ojos de la madre que fue ayer,
rodeada de niños, hoy perplejos
y orondos, exhaustos como si nadie
hubieran, al fin, llegado a ser.
XXI (ay de los que ríen porque llorarán…)
¡Qué agitada vida
la del que huye el mundanal ruido
y sigue la escarpada
senda por do han subido
los muchos que por buenos
y dichosos se han tenido!
¡Despiértenles las aves
que bajan a los ríos con la fresca
y beben entre trinos y ganados,
no los cuidados graves
de que es siempre seguido
el sediento que sueña haber bebido!
El hombre está entregado
al sueño, de su suerte satisfecho,
y, con paso alucinado,
por su senda va bajando,
sus horas sin velar ya esquilmadas.
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