Ni buenos ni malos
“Tan
joven y ¡qué mala leche! ¡Si parece que vive amargado!”. Todos damos y
recibimos impresiones que vuelan del corazón a los labios. No pasan por el
alambique de nuestro cerebro, del que destilamos siempre lo mejor o lo peor. Son
impresiones espontáneas que dejamos los unos en los otros, algo así como
nuestra primera tarjeta de presentación. Una impresión grata abre muchas
puertas. Otra ingrata las cierra todas. Es fácil decir que las apariencias
engañan. Le engañan a quien no le importa dejarse engañar. A todos nos importa,
por cierto, menos de lo que creemos.
Como
niños que no se duermen sin un cuento cada noche, así los adultos no nos despertamos
sin otro cuento cada día. Claro que hay cuentos y cuentos. Hay cuentos para
ilusionarse. Otros, en cambio, desilusionan. Nosotros mismos somos un cuento
sin palabras. Lo contamos con nuestra manera espontánea de tratar a los demás. Podemos
tratarnos sin despertar, unos en otros, la menor emoción. O podemos despertar
las ganas de vivir en el que duerme a nuestro lado.
No
hay buenas o malas personas. La Humanidad no se divide en buenos o malos. Hay
personas cargadas de buena intención que no prestan la menor atención a los
demás. Y las hay también cuyas obras son aun mejores que sus intenciones. Todo,
en la vida, es cuestión de detalle. A quien no lo tiene con nosotros, ¿podremos
quererle? Podremos renunciar a malquererle, que ya es mucho. Pero querer
queremos siempre al que nos invita a hacerlo, al que nos devuelve cada día las
ganas de vivir, al que permanece sin ira a nuestro lado. Porque uno puede ser tan
bueno para hacer el bien a otros como para hacérselo a sí mismo. Adornado de bellas
cualidades, puede afear las de los demás. Y quedarse tan a gusto.
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