Cosecha del 89
Acaba
de cumplir veinticuatro el personaje anónimo sobre el que quiero escribir. Su
cosecha, la del 89, fue la del año en que vimos caer el muro de Berlín, símbolo
de un mundo dividido para no devorarse a sí mismo. Hoy, aquel muro de cemento y
ladrillo es una sombra para quienes se llevaron entonces a casa una reliquia de
su ruina, convencidos de que no sería el último en caer. La suya sería una
reliquia del futuro. Esos muros más sutiles que, como poetiza Antonio Colinas,
“levantan, a veces, las mentes de los hombres” habían empezado a desmoronarse,
seguramente desde mucho antes, y los jóvenes que ahora cumplen la veintena no
saben nada de otro muro que no sea el paro y la precariedad en el empleo.
Hay ojos que se beben
la vida. Hay miradas por las que nos gustaría vernos porque, en el espejo,
nunca nos encontramos cuando nos buscamos. En ellas brilla el niño que fuimos y
el que podemos seguir siendo si sabemos jugar todavía. Claro que a los adultos
nos gusta jugar a levantar muros o a sostener los que se están cayendo. Cuando
yo iba a la playa de niño me pasaba el rato viendo a otros niños modelar
castillos de arena. Sabíamos que se los llevaría el mar en unas horas. Pero era
eso lo que los hacía tan valiosos. De adultos nos empeñamos en hacerlos mucho
más sólidos, para la eternidad. Pero para la vida no sirven porque, al secarse,
se han vuelto rígidos. Cosas de niños que se creen maduros. Menos mal que
abundan en el mundo personajes anónimos como David Lozano, joven burgalés de la
cosecha del 89. Su mirada transparente es hoy la de una generación sin muros ni
fronteras que se está abriendo camino. En ella encuentro mi mejor espejo.
Secretos, y andábamos en amistad, en
La casa de Dios” (Samos: 55-14
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