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Si
tuviera uno que salir de viaje ligero de equipaje, ¿dejaría en manos de
cualquiera eso que tanto valora: las llaves del piso o las del coche, o el
ordenador personal, que sabe tanto de uno, o la mascota, a la que mimamos como
si fuera uno más de la familia? Sería un imprudente, desde luego, si confiara
lo que vale tanto a alguien que no conoce de nada o del todo. Y, sin embargo,
¿no es esto lo que hace el propietario de la viña evangélica cuando se va de
viaje? ¿no confía su viña a unos desconocidos?
¿Serán
incompatibles entre sí la prudencia y la confianza? ¿será la prudencia el freno
racional de la confianza? ¿o la confianza el estímulo natural de una prudencia superior,
que poco tiene que ver ya con la prudencia de cuantos se tienen por prudentes?
Cuando
aquellos cristianos de la joven Uganda, cuyo sonoro nombre recordamos cada año
en el día de su fiesta -Carlos Luanga, Matías Calemba Mulumba-, confiaron lo
que más vale, el tesoro de la fe, a sus compatriotas, ¿no pecaron de imprudencia?
¿o sabían a qué se exponían y prefirieron, no obstante, la confianza
Hoy
está de moda una manera de ser inspirada en la prudencia más que en la
confianza. El mundo que nos rodea nos inspira desconfianza y solemos afirmar
nuestra propia identidad formando grupos más o menos cerrados sobre sí mismos.
¿No nos parecemos, sin querer, a aquellos viñadores homicidas que, según la
parábola evangélica, fueron rechazando, uno a uno, a todos los que venían de
fuera?
Según
los monjes del desierto, “el que se gana a su prójimo se gana a Dios”. ¿Podremos
ganarnos la confianza de los demás si no confiamos en ellos? Claro que fiarse
es arriesgarse. La prudencia nos invita, por cierto, a reducir riesgos, no a
anularlos.
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