La vida no es un día
Aquel
día era su día. Era el día del por fin, el esperado durante años, semanas y
días. Hasta entonces, el tiempo no había sido tiempo sino espera del tiempo
señalado. Nada había sido gozado ni padecido por sí mismo hasta ese día. Todo
había venido siendo goce anticipado o ansiedad acumulada. Cuántos serían los
invitados, cómo debería uno comportarse en la ceremonia, cuáles los fotógrafos,
el lugar reservado a la familia, el menú del banquete, el momento estelar de
los regalos.
Hasta
que despuntó el gran día en la sucesión de los ya vividos y olvidados. Y,
llegado el instante de la verdad, la dijo con sus dos letras, imprescindibles
para ser verificada: “sí”. La levantó en el aire, que todos respiramos, una voz
sin demasiada firmeza y, por ello, creíble. Afirmar es afirmarse. Se afirma lo
que necesita firmeza pues carece de ella. Lo que ya la posee busca, más bien,
el silencio que todos necesitamos para comunicar nuestros anhelos, nuestra
identidad más honda.
Al
acabar el día se acostó sin saber muy bien quién era, si el mismo de antes u
otro. Sentía extrañeza de sí, como si la nueva vida que aquel día se abría para
él hubiera empezado a iluminar con una luz turbadora los objetos cotidianos y
echara de menos por primera vez la luz de siempre, el claroscuro de la vida sin
días especiales. A lo mejor es que decidirse es empezar a desdecirse, pensó. Al
día siguiente se despertó antes del alba. Ensayó en vano un último sueño y se
quedó esperando el amanecer. Lo que vio fue la lucha de la sombra con la luz:
la sombra aferrándose a la luz para ser sombra y la luz solo a sí misma para existir.
La vida no es un día, se dijo. Y se levantó.
EL TIEMPO SEA
LA RESPUESTA
QUE HOY BUSCAMOS.
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