lunes, 19 de agosto de 2013


 
 
Grafiteros

Desde mi ventana puedo ver el mundo. Me basta con advertir que veo, por ella, un fragmento minúsculo, insignificante, pero necesario. Sin él le faltaría algo pues el mundo no es solo extenso; es también intenso. No lo conoce mejor el que lo ha recorrido sino el que lo ha explorado, el que ha visitado una y otra vez el mismo lugar, ese que no es ni siquiera un lugar sino un paso hacia cualquier lugar. Allí donde nadie se detiene se abre la ventana y se extiende el camino que conduce sin pausa hasta los confines del mundo.
A veces, los lugares de paso dejan de serlo y se transfiguran. Todo el mundo se detiene en ellos antes de seguir camino. Sucede en las ciudades, cuando la demolición de viejos edificios deja heridos de soledad los adyacentes. Paredones grises atrapan la atención del viandante con la intensidad de un vacío que todo podría llenar. El caos, el vacío, nos fascina siempre porque sabemos que de él venimos y a él necesitamos regresar cada día cuando la noche nos ofrece su descanso.
Los grafiteros que pintan los paredones inmensos de los edificios heridos los llenan de formas caprichosas, colores vivaces, criaturas de ensueño. Consiguen que los lugares de paso se conviertan en lugares de descanso, que los fragmentos del mundo se conviertan en espejos del alma, que todo lo insignificante brille de pronto con un destello de sentido. Saben ellos que la humildad necesita muy poco para ser bella porque es agradecida.
Nuestras vidas son como esos paredones vacíos. Sobre ellos vamos pintando nuestros sueños. Y ellos hacen del mundo, que es un lugar de paso, el lugar donde nos gustaría quedarnos para siempre. Eternidad lo hemos llamado porque lo hemos llenado de anhelos. Como lo imaginamos lo vemos. Y así lo hemos contado.

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