Grafiteros
Desde
mi ventana puedo ver el mundo. Me basta con advertir que veo, por ella, un
fragmento minúsculo, insignificante, pero necesario. Sin él le faltaría algo pues
el mundo no es solo extenso; es también intenso. No lo conoce mejor el que lo
ha recorrido sino el que lo ha explorado, el que ha visitado una y otra vez el
mismo lugar, ese que no es ni siquiera un lugar sino un paso hacia cualquier
lugar. Allí donde nadie se detiene se abre la ventana y se extiende el camino
que conduce sin pausa hasta los confines del mundo.
A
veces, los lugares de paso dejan de serlo y se transfiguran. Todo el mundo se
detiene en ellos antes de seguir camino. Sucede en las ciudades, cuando la
demolición de viejos edificios deja heridos de soledad los adyacentes. Paredones
grises atrapan la atención del viandante con la intensidad de un vacío que todo
podría llenar. El caos, el vacío, nos fascina siempre porque sabemos que de él
venimos y a él necesitamos regresar cada día cuando la noche nos ofrece su
descanso.
Los
grafiteros que pintan los paredones inmensos de los edificios heridos los
llenan de formas caprichosas, colores vivaces, criaturas de ensueño. Consiguen
que los lugares de paso se conviertan en lugares de descanso, que los
fragmentos del mundo se conviertan en espejos del alma, que todo lo
insignificante brille de pronto con un destello de sentido. Saben ellos que la
humildad necesita muy poco para ser bella porque es agradecida.
Nuestras vidas son como esos
paredones vacíos. Sobre ellos vamos pintando nuestros sueños. Y ellos hacen del
mundo, que es un lugar de paso, el lugar donde nos gustaría quedarnos para
siempre. Eternidad lo hemos llamado porque lo hemos llenado de anhelos. Como lo
imaginamos lo vemos. Y así lo hemos contado.
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