lunes, 15 de julio de 2013


Misión desconocida


Iban todo el viaje riéndose y pensando en lo que les podía ofrecer el verano a unos niños como ellos: piscina, amigos, diversiones…hasta que el autobús en que viajaban se estrelló y, con él, sus risas espontáneas y sus planes de vacaciones. Los que, instantes más tarde, pasaron junto al autobús siniestrado estos días en Ávila oyeron gemidos donde antes se había oído reír y, después, silencio donde antes nadie quería callar. Era el silencio en que nos deja siempre lo inaceptable. La religión fracasa cada vez que se propone llenar de consuelo este silencio. Ella tiene ciertamente respuestas para el enigma de la muerte pero esto no es la muerte que viene y nos lleva. Esto es el vacío en que nos deja lo que nos devuelve a esa frontera evolutiva que nos parecía superada: la que separa el gemido de la palabra, el grito de la pregunta. Estos días he visto una película española, Maktub, la historia de un niño enfermo de cáncer que se despide del mundo como quien piensa haber cumplido ya su misión en él. Y me he preguntado si no estamos todos aquí para cumplir una misión desconocida. Y si, una vez cumplida, nos vamos de este mundo como quienes han hecho ya en él lo que tenían que hacer. Si así fuera, la vida no sería un proyecto, el de cada cual, porque los proyectos requieren tiempo y no sabemos si lo tenemos. Lo que sí estamos seguros de tener es un instante. Un instante no dura pero en él cabe la vida entera. Cada uno puede ponerle nombre. Yo lo he llamado “misión desconocida”. Estamos aquí para casi nada. Pero esa nadería vale más que todo. Cuando uno ha vivido mucho piensa en todo el tiempo que ha empleado…para nada. ¿O ha sido para algo?   





¿Dónde andarán. Esos niños, que,  con caritas, De picaros, jugaban y reían.

Y no temían peligro?  ¿Serán ahora, estrellas en el cielo, Ya  en brazos de Dios Padre.

¿Estarán  ellos protegidos?   Dios se los ha llevado, están ahora en su nido. Velando nuestros sueños, y tal vez nuestro destino.

 

 













 

 

 




 

 

 

 
 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

lunes, 8 de julio de 2013


Jesús Menéndez. (Padre Chus)

Me he enterado estos días de tu “caso”. Por decisión de tu obispo has debido abandonar las parroquias que atendías como sacerdote. Luego, ha llegado el apoyo popular que has recibido en medio de una situación tan violenta para ti como lo hubiera sido también para mí. En una situación violenta lo previsible es reaccionar con violencia. Pero yo sé de tu inteligencia y virtud. Por eso espero de ti una respuesta menos previsible, y me explico. Hay un dilema que surge siempre dentro de nosotros cuando nos sentimos violentos. La ansiedad del momento impide que este dilema aflore a nuestra conciencia pero ahí está: ¿son compatibles la violencia y la justicia? Una parte de nosotros resuelve el dilema. No hay reparo, pues, en tomar ciertas decisiones por desagradables que sean sus consecuencias para algunas personas: más desagradable que la ley sería la anarquía. Pero otra parte de nosotros sostiene una pregunta: ¿podemos ser prudentes en nuestros juicios si no somos pacientes al juzgar, como recomendaban los antiguos rabinos? Los seres humanos podemos confundir el amor a la justicia con el miedo a la injusticia. Este último justifica muchas cosas. El amor a la justicia, en cambio, ¿puede justificar nuestras decisiones? ¿o no las deja siempre abiertas a la reflexión? Doctores tiene la Iglesia. Yo solo preguntas. Si algo deseo para ti, amigo, es la serenidad necesaria para distinguir la justicia de la violencia. Ella te ayudará a buscar el bien, fuente de la justicia: la gratitud para todas esas personas a las que has ayudado tanto que ahora están a tu lado y el respeto para quienes hayan dado motivos a la decisión de tu obispo. Al fin y al cabo, un día nos veremos todos las caras. Por eso conviene ir preparándose desde ahora para ese día, que puede ser cualquiera.  
    1Hazme justicia, oh Dios, defiende mi causa
contra gente sin piedad,
sálvame del hombre traidor y malvado.

2Tú eres mi Dios y protector,
¿por qué me rechazas?,
¿por qué voy andando sombrío,
hostigado por mi enemigo? ……….. SALMO 42

 

 

 

 

 

 

 

 

lunes, 1 de julio de 2013


                          A sor Alejandra.Osb

Ha cumplido veintiocho pero ha vivido mucho más. Sor Alejandra, monja benedictina en Zamora, es alguien de quien creemos se puede decir lo que un monje de Occidente acerca del estado monástico: “el monje es el hombre de la Unidad; ¿se dirá que ha escogido la mejor parte? No, una parte, aunque sea la mejor, no basta: como la pequeña Teresa “escoge todo”. Por eso es monje”. Nuestra amiga, nacida y crecida en Colombia, vino a España y se hizo monja porque lo quería todo, no una parte. Y lo quería todo porque de todo le ha pasado en la vida. Con ella puede uno, en efecto, hablar de todo: del amor y de la guerra, y de la soledad que nos permite sobrevivir a la pérdida del amor y a la mordedura de la muerte. Escuchándola, contemplando las formas delicadas de su rostro, que reúne en un instante la suavidad de su mirada, uno se pregunta: ¿es verdad que el hábito hace al monje? O no será, más bien, a la inversa: que es el monje el que hace al hábito. “Muchos necesitan sellar con palabras todas las salidas para que no se escape el hombre que languidece dentro”- sentencia Zamarreño, el poeta castellano. Pues bien, aquí vemos a una mujer sin languidez alguna bajo sus hábitos de monja. Toda su experiencia humana, toda su inquietud manando como fuente por sus ojos bien abiertos, toda su sensibilidad de mujer observando la vida, como diría otro poeta, Jesús Fonseca, “sin hacer ruido y sin herir”. Ni una sola palabra sale de sus labios que cierre los nuestros. Todas los abren. Y nos abren la vida aun sin palabras. Por eso es monja, mujer sin límites. Y por eso la queremos y admiramos tanto.  



¡Me sedujiste Señor, y yo me dejé seducir! Fuiste más fuerte que yo, y me venciste.
Jeremías 20: