lunes, 15 de abril de 2013


Toro de lidia

Cruzarse por la calle dos que se conocen pero no se aman: he aquí una de las experiencias que más vértigo dan. Ayer me crucé con otro y, al levantar mis ojos, vi miedo -o ira- en los suyos. Fue solo un instante porque el miedo es la única emoción que cabe en un instante, la más pobre de todas. Las demás necesitan tiempo para expresar su propia riqueza. El miedo, en cambio, no necesita expresar nada. El miedo da miedo. Por eso hay que salirle al trapo como al toro de lidia; y saber lidiarlo como un torero. Cuando vi el miedo en aquellos ojos, no dudé en darles mi palabra y empezamos a hablar. Lo de menos, de qué. Había que darle tiempo al miedo para que pudiera distenderse en él pues el tiempo es, según San Agustín, distensión del alma. Declaraba estos días a un semanario Luis Eduardo Aute que “somos verdugos de nosotros mismos” porque, en la jungla de la vida, hemos matado al niño que fuimos al asumir nuestra máscara. Los artistas serían de los pocos que conservan vivo al niño verdadero. Y también los amigos, agrego yo. A nadie he querido tanto como a aquellos en quienes he visto intactos los ojos de un niño. Un niño no sabe aun de verdad lo que es el miedo. Somos los adultos quienes lo sabemos y, por eso, llevamos una máscara para dar miedo y ahuyentarlo. Somos los adultos quienes tratamos de no cruzarnos por los angostos pasillos de la vida. Esta semana ha muerto José Luis Sampedro. Para ser, como él, un intelectual comprometido, no puede uno tener miedo. Yo lo tengo a quienes me lo tienen a mí de vez en cuando. Por eso quiero parecerme a este hombre. Quiero ser yo mismo.

 

 

 

 

 

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