Toro
de lidia
Cruzarse por la calle dos que se conocen pero
no se aman: he aquí una de las experiencias que más vértigo dan. Ayer me crucé
con otro y, al levantar mis ojos, vi miedo -o ira- en los suyos. Fue solo un
instante porque el miedo es la única emoción que cabe en un instante, la más
pobre de todas. Las demás necesitan tiempo para expresar su propia riqueza. El
miedo, en cambio, no necesita expresar nada. El miedo da miedo. Por eso hay que
salirle al trapo como al toro de lidia; y saber lidiarlo como un torero. Cuando
vi el miedo en aquellos ojos, no dudé en darles mi palabra y empezamos a
hablar. Lo de menos, de qué. Había que darle tiempo al miedo para que pudiera
distenderse en él pues el tiempo es, según San Agustín, distensión del alma. Declaraba
estos días a un semanario Luis Eduardo Aute que “somos verdugos de nosotros
mismos” porque, en la jungla de la vida, hemos matado al niño que fuimos al
asumir nuestra máscara. Los artistas serían de los pocos que conservan vivo al
niño verdadero. Y también los amigos, agrego yo. A nadie he querido tanto como
a aquellos en quienes he visto intactos los ojos de un niño. Un niño no sabe
aun de verdad lo que es el miedo. Somos los adultos quienes lo sabemos y, por
eso, llevamos una máscara para dar miedo y ahuyentarlo. Somos los adultos
quienes tratamos de no cruzarnos por los angostos pasillos de la vida. Esta
semana ha muerto José Luis Sampedro. Para ser, como él, un intelectual
comprometido, no puede uno tener miedo. Yo lo tengo a quienes me lo tienen a mí
de vez en cuando. Por eso quiero parecerme a este hombre. Quiero ser yo mismo.
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