Por unas manos
El
otro día, una buena persona, una de ésas que no necesitan explicarle a uno lo
que piensan porque piensan siempre como tú y están en este mundo para escuchar
más que nada, me mostró, en fotografía, la imagen de unas manos cuyas palmas
abiertas sostenían un puñado de arena. Y se puso a contarme lo que esas manos
evocaban para ella. Eran las de un sacerdote. Habían bendecido, perdonado,
consagrado ¡tantas veces durante tantos años! Pero yo, al contemplarlas, no vi
las manos de un sacerdote sino las de un simple hombre. Y las imaginé
acariciando, sosteniendo, recogiendo, alargando muchas cosas y muchas vidas.
Pensé también en la arena que, en la instantánea de la cámara digital, aquellas
manos sostenían. No pierden nada unas manos ensuciándose. Pero, sin ellas,
pierde la arena su pedestal. Y es que las manos no sirven solo para hacer
cosas. Sirven, además, para presentárnoslas. Para que podamos ver de cerca lo
que, sin ellas, veríamos de lejos o no veríamos siquiera. Sí, las manos son el
altar del conocimiento. Gracias a ellas todo puede quedar consagrado: a la
ciencia, al trabajo, al amor, a Dios. De entre las tareas que podemos hacer con
las manos, me quedo con una: la de hacer travesuras. Tengo más de cuarenta años
y me sigue gustando hacerlas. Ayer mismo le di a un novicio un buen remojón.
Jugando o jugueteando es como aprendemos las reglas de convivencia. Y,
respetándolas, respetándonos, es como nos hacemos adultos. Nada se aprende de
verdad si no es gozando o padeciendo. Mejor, como no, si aprendemos
disfrutando. Esta semana se ha muerto Hugo Chávez, el caudillo venezolano.
Siempre me pareció este hombre un niño grande, travieso y seguramente
peligroso. Que Dios le tenga en cuenta el bien y no el mal que haya podido
hacer.
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