Cada vez que estoy
junto a mi madre siento que ella me devuelve a un reino minúsculo de cuya
existencia no hay noticia en medio de este gran imperio que sostenemos quienes
somos lo que hacemos o tenemos. Mi desvalida madre no es nadie, no existe sino
a la sombra de este imperio. Cuando me preguntan “¿cómo está tu madre?”, no sé
qué decir. No está ni bien ni mal: simplemente está. El Alzheimer es una
enfermedad que, a modo de puente, nos traslada más allá de este mundo, allí
donde ser no es tener sino estar. Y estar estamos todos a la sombra, allí donde
alumbra siempre una luz dudosa pero necesaria para que, viéndonos las caras
gracias a ella, podamos vernos como somos. Esta semana ha entrado la primavera.
Suele entrar con timidez. Tal vez por eso, para invitarla a entrar, le he oído
decir a fray Longinos estos días a todos: “¡oye, que ha llegado tu prima…!”. Y
todo el mundo preguntaba extrañado: “¿mi prima?”. Y él insistía: “¡pues claro!
¡la prima-vera!”. Hay algo que extraña todavía a la mayoría y que se sigue
regalando como claridad a los niños y a los poetas. Ellos viven, como todos los
desvalidos, más allá de este imperio en el que nada se comparte -ni siquiera la
primavera- porque todo se acumula con la frialdad de un invierno sin fin. Uno
de éstos es Alfredo Pérez Alencart, que ha celebrado en Salamanca la entrada de
la primavera y el día mundial de la poesía con un homenaje a Unamuno. Alencart
siente la cultura, la hermandad hispánica y la poesía como fray Longinos la
entrada de la primavera: como una prima hermana que todos podemos compartir a
esa luz gracias a la cual nos vemos como somos. Es la última luz del amor
lunes, 25 de marzo de 2013
lunes, 18 de marzo de 2013
PINTANDO MUCHO: FRANCISCO I
Esta semana hemos
estado pintando las celdas de la hospedería conventual. Entre muchos uno pinta
más que solo. Pero las faenas de la brocha requieren adecuada preparación. Si
no se cubren suelos y puertas antes de ponerse a la tarea, uno acaba pintando más
de la cuenta. Y en la vida conviene pintar lo necesario. Claro que, para llegar
con el brazo y la brocha allí donde hay que llegar y no más allá, es preciso
fijarse primero un límite. Y fijarse un límite lleva tiempo. Es el
entrenamiento de la espera. Uno llega, adereza la pintura y ya está listo para
empuñar la brocha a diestra y a siniestra. Así empiezan muchas parejas y
proyectos que no se han fijado un límite antes de empezar. Empiezan como
acaban, listos para estropearlo todo. Si los suelos y las puertas no se cubren
antes de empezar la faena, luego habrá que dedicar a la limpieza más tiempo que
a la pintura. Si en la vida no aprendemos a respetar desde el principio ciertos
límites nunca sabremos a qué sabe un instante de felicidad sin límite.
La sociedad de consumo es una sociedad de la desmesura. Se puede disfrutar de
todo y despotricar de todo en menos que canta un gallo. Todo se adelanta, se
acelera, se abrevia, se adapta y acomoda para llegar primero a ninguna parte.
Hasta el tiempo que debía pasar entre un pontificado y el siguiente acaba de
ser abreviado a fin de “tener Papa” antes de semana santa. Y mientras tanto,
todos a hacer quinielas con los protagonistas de esta especie de competición
deportiva en que se ha convertido la espera de estos últimos días. Ahora, al
fin, “habemus Papam”. Pues ahora, a limpiar lo que hemos manchado. Seguro que
el nuevo Papa sabrá arrimar el hombro…
lunes, 11 de marzo de 2013
Por unas manos
El
otro día, una buena persona, una de ésas que no necesitan explicarle a uno lo
que piensan porque piensan siempre como tú y están en este mundo para escuchar
más que nada, me mostró, en fotografía, la imagen de unas manos cuyas palmas
abiertas sostenían un puñado de arena. Y se puso a contarme lo que esas manos
evocaban para ella. Eran las de un sacerdote. Habían bendecido, perdonado,
consagrado ¡tantas veces durante tantos años! Pero yo, al contemplarlas, no vi
las manos de un sacerdote sino las de un simple hombre. Y las imaginé
acariciando, sosteniendo, recogiendo, alargando muchas cosas y muchas vidas.
Pensé también en la arena que, en la instantánea de la cámara digital, aquellas
manos sostenían. No pierden nada unas manos ensuciándose. Pero, sin ellas,
pierde la arena su pedestal. Y es que las manos no sirven solo para hacer
cosas. Sirven, además, para presentárnoslas. Para que podamos ver de cerca lo
que, sin ellas, veríamos de lejos o no veríamos siquiera. Sí, las manos son el
altar del conocimiento. Gracias a ellas todo puede quedar consagrado: a la
ciencia, al trabajo, al amor, a Dios. De entre las tareas que podemos hacer con
las manos, me quedo con una: la de hacer travesuras. Tengo más de cuarenta años
y me sigue gustando hacerlas. Ayer mismo le di a un novicio un buen remojón.
Jugando o jugueteando es como aprendemos las reglas de convivencia. Y,
respetándolas, respetándonos, es como nos hacemos adultos. Nada se aprende de
verdad si no es gozando o padeciendo. Mejor, como no, si aprendemos
disfrutando. Esta semana se ha muerto Hugo Chávez, el caudillo venezolano.
Siempre me pareció este hombre un niño grande, travieso y seguramente
peligroso. Que Dios le tenga en cuenta el bien y no el mal que haya podido
hacer.
lunes, 4 de marzo de 2013
Tres
mujeres
Estos días he conversado con tres mujeres. Raquel
lleva quince años viviendo en pareja. Nunca le ha importado formalizar su
unión. Tampoco ser madre. Tener sobrinos le sienta, por cierto, muy bien.
Alejandra es monja desde hace siete años en un monasterio de Zamora. Estudia
teología, lee a los clásicos y navega por los mares de la red virtual tan
suavemente como por los de la vida real. El año pasado emitió sus votos:
prometió ser monja para siempre. Mi tía Tere es viuda desde hace unos meses. Ha
vivido más de cincuenta años casada y ahora se siente sola, sin rumbo. Pero es
ávida lectora, viajera y conversadora. Ama la vida y piensa vivirla.
Seguramente algo así ha pensado estos días el primer Papa jubilado ¿No ha sido
su renuncia un acto de amor a vida, siempre más larga o más breve que lo
esperado? Hay un verso de Yehudá Ha-Leví, poeta judío del siglo XI, cuyo
sentido me ha dejado intrigado: “no envejecerá mi amor aunque sea nuevo”. ¿Cómo
va a ser viejo si es nuevo? Claro que aquí está seguramente el problema.
Envejecer es alejarse de la juventud, entenderla cada vez menos. Ser joven es
creer lejana la vejez. Si juntáramos a Raquel, Alejandra y Tere, las veríamos
discutiendo, pero desde el entendimiento. Raquel no se casa ni con su pareja
porque sabe que solo se vive una vez y que casarse ha sido, para otros, empezar
a aburrirse. Alejandra se compromete para siempre porque espera vivir muchas
veces, muchos años, con la misma persona. Tere lucha con su soledad porque es
mujer, y las mujeres son capaces de enfrentarse a enemigos que a los varones
nos angustian. A las tres les va bien el verso del poeta porque la vejez no es
su problema. La juventud tampoco. Por eso creo en ellas.
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