Pensando
con el corazón
Hay
muchas personas que creen en Dios. Pero hay muchas más -observa Daniel Dennett-
que “creen en la creencia en Dios” porque piensan que creer en Dios es algo
bueno. De Dios sabemos mucho menos de lo que creemos. En la religión creemos,
sin embargo, mucho más de lo que pensamos. Y esto nos pasa porque la religión
es, tal vez, a Dios lo que el rostro a los pensamientos. Todos pensamos con el
corazón antes que con la cabeza. La moderna investigación sobre las bases
neurológicas de nuestra conducta lo acaba de confirmar. Pocos, sin embargo,
estaríamos dispuestos a reconocerlo. Pensar con el corazón nos parece una
debilidad. Creemos, sin fundamento, en la relativa separación entre la cabeza y
el corazón: éste debajo, en la sombra; aquella encima, en la luz.
Pero
no es el corazón lo que está debajo de lo que pensamos. Lo que está debajo es
la cabeza, sosteniendo con razones lo que, sin ellas, podría venirse abajo. El
corazón lo llevamos siempre encima, en los ojos. La cara es espejo del alma
porque el alma es espejo de la cara, brilla en ella. Por eso la religión es
expresión y Dios, en cambio, razón: razón de fe, razón para la esperanza. Razón
que sostiene por debajo, en la sombra, lo que, gracias a ella, puede ver y dar
a ver la luz. La religión es el espejo, el rostro de Dios; Dios que alumbra y
caldea el corazón humano.
El
rostro de Dios, empero, ¿no es el nuestro, que unas veces se enciende y otras
se apaga? He aquí el problema de la religión. Al hombre religioso -todos lo
somos aunque no practiquemos la religión de los demás- se le plantea un
problema precisamente allí donde creía haber encontrado la solución: ¿puede
haber un rostro que nunca se apague.
Este
pueblo me honra con los labios, pero su
corazón está lejos de mi”
Marcos 7,5-
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