lunes, 13 de enero de 2014

Desde mi ventana.


Desde mi ventana

Cuando pisé, por vez primera, el instituto que, de niño, había observado desde mi ventana al caer la noche, recuerdo que lo primero que hice fue acercarme, no sin poca timidez, a los ventanales de mi aula de primer curso de bachillerato. Y lo que vi me dejó sin palabras. Lo que vi no esperaba verlo como lo estaba viendo. No esperaba verlo así porque nunca, en realidad, lo había visto: ni así ni de ninguna otra manera. Lo nunca visto: eso era la realidad. Y, ¿qué vi, pues?
…pues la ventana de mi propia casa.
Aquella ventana desde la que yo me había asomado al mundo por primera vez, desde la que lo había espiado en toda su vitalidad, en sus cambios cotidianos, en su nacer y morir, me la había imaginado grande, muy grande y limpia, como un espejo en el que uno pudiera ver desde fuera lo mismo que yo había visto desde dentro. ¿Es que un niño podía imaginarse de otro modo la ventana de su casa, la atalaya de su mundo? Pues no, claro que no. Y, si no, que nos pregunten a los adultos cómo nos imaginamos el mundo: ¿no es  nuestro mundo el mundo, el único que existe? ¿No solemos creer que las cosas que vemos son tal como nosotros las vemos?
Lo que yo vi el día que miré por la ventana de mi instituto fue una ventana pequeña, una más entre otras. Y el edificio cuyo cuarto piso ocupaba mi casa era, a su vez, uno más en el vecindario. Mi atalaya, mi punto de vista, era, en realidad, insignificante. Y yo había estado encerrado durante años en un mundo insignificante que había confundido con el centro, la atalaya del mundo entero, el punto de vista privilegiado para poder verlo todo.
 

Tengo una soledad
tan concurrida
tan llena de nostalgias que.
Tal vez a veces mire el mismo paisaje, y sienta, esa nostalgia inexplicable...Pues de esa misma melancolía me alimento yo...!

 

 


 


 

 

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