jueves, 14 de noviembre de 2013

Lengua de gato

                                                      
Lengua de gato

Mientras ella le hablaba, él la miraba. Le contaba sus penas de ayer y sus alegrías de hoy. Que si se había tropezado en la calle con una vieja amiga y se pusieron a recordar tiempos hasta que se hizo tarde y no tuvo tiempo ya de acabar sus recados. Que si, al volver a casa, sintió que ya no le dolía la cabeza. Se ve que a la cabeza le va bien distraerse. A lo mejor es el tiempo lo que nos duele más cuando nos duele algo porque se nos hace largo aunque el dolor sea leve. De estas y otras cotidianeidades le hablaba ella mientras él la miraba. La miraba en silencio, como si fuera otro. Bueno, la verdad es que lo era y no lo era. Era su perro, tal vez. O tal vez su gato. O su canario.
Los animales no hablan pero nos hablan. Por eso nosotros, a veces, hablamos con ellos. Y creemos que nos entienden mejor que algunos de nuestros congéneres. Es verdad que, a su manera, también pueden hablarnos las plantas de jardín y los árboles del campo. Pero no tienen ojos como los nuestros. No pueden mirarnos ni podemos nosotros mirarnos en ellos.
Desde que el hombre es hombre conoce la lengua de los animales que le rodean. Gracias a ello sabemos, por intuición, que hablar es responder. Lo dice muy bien Mercedes Marcos, en aquellos versos que dedica a su gato:
El oro
diluido de sus ojos es la respuesta
a los interrogantes del amor:
silencio solo,
presencia sola, acaso
la inmovilidad total del pensamiento.
Nada tan simple, tan hondo, hubiéramos aprendido con la misma facilidad unos de otros, más habladores que taciturnos. Fueron nuestros animales más próximos los que nos lo enseñaron. Los domésticos, ante todo, que, antes de saberse destinados al sacrificio, debieron de mirarnos o hablarnos sin palabras en nuestras horas perdidas. Y también los otros pues, para darles caza, hubimos de aprender sus hábitos y nada se aprende para siempre si no es en silencio, con el ojo avizor y el oído atento.
Si nuestro conocimiento intuitivo de lenguas no humanas es tan antiguo como nuestra especie, nuestro interés por descifrar algunas de ellas es reciente. Ahora que nuestra convivencia con los animales es mucho más reducida que la de nuestros antepasados, unos pocos han dedicado su vida a estudiar el lenguaje de las abejas o el de los gorilas. Estos expertos saben que intentar comunicarse con ciertos animales para descifrar su lenguaje es tarea para muchas generaciones, de las nuestras y de las suyas. De todos modos, han descubierto ya que los animales no saben generalizar. Y no saben de ningún animal capaz de hacer lo que un hombre solo puede cumplidos sus primeros cuatro años de vida: atribuir a otras creencias diferentes de las suyas.
Lo primero nos da a los humanos una ventaja y una desventaja. La ventaja de poder hablar de todo y de todos. No solo del presente -“presencia sola” del gato ante la poeta- sino también del pasado y del futuro. De lo que es y de lo que no es, bien porque haya sido o porque pueda ser. De éstos y de aquellos, tan diferentes de nosotros pero humanos como nosotros. La desventaja, en cambio, consiste en que generalizando los seres humanos podemos equivocarnos, esto es, llamar igual a lo que es diferente. Y, si podemos equivocarnos, podemos servirnos de la equivocación. No en vano hemos inventado el equívoco y la mentira, el primero tan útil para la estrategia y la segunda tan eficaz para la guerra.
En cuanto a lo segundo, la incapacidad para atribuir a los demás creencias diferentes de las nuestras, ¿es tan clara la frontera que separa al animal humano del no humano? Volvamos a beber en otro verso de nuestra poeta a la sazón, que mirando a su gato escribe:
Por eso mira
y miro, y se diluye
el límite animal que nos separa
Hablamos con nuestros animales porque necesitamos algo que echamos de menos a nuestro alrededor: la pura comprensión del silencio, su anchura inagotable. No solo necesitamos palabras para orientarnos en la vida. Necesitamos también silencio para descansar de las palabras, para perdernos sin temor a que ellas nos encuentren. Por eso, de vez en cuando, nos gusta entregarnos al silencio animal, el más humano de cuantos se nos han dado. Tal vez algo de esto fue sentido desde muy antiguo, cuando se representaba lo divino bajo la forma de ciertos animales. Hoy que lo divino parece haberse alejado de nosotros o nosotros de ello, nos queda en los animales de compañía la presencia viva del enigma. ¿Será la respuesta a los interrogantes del amor?
No lo sabemos. Lo que sí creemos es que aprendimos a hablar imitando ciertos sonidos animales, el trino de las aves o el murmullo de los peces. Pero imitar, ¿qué es sino responder o, más bien, corresponder a aquella dádiva por la que sentimos una gratitud que no sabemos expresar? Claro que una buena imitación es el principio de algo mejor, de otra cosa que es ya invención nuestra y que llamamos lenguaje articulado.
                                 
                            
 

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