Lengua de gato
Mientras
ella le hablaba, él la miraba. Le contaba sus penas de ayer y sus alegrías de
hoy. Que si se había tropezado en la calle con una vieja amiga y se pusieron a
recordar tiempos hasta que se hizo tarde y no tuvo tiempo ya de acabar sus recados.
Que si, al volver a casa, sintió que ya no le dolía la cabeza. Se ve que a la
cabeza le va bien distraerse. A lo mejor es el tiempo lo que nos duele más
cuando nos duele algo porque se nos hace largo aunque el dolor sea leve. De
estas y otras cotidianeidades le hablaba ella mientras él la miraba. La miraba
en silencio, como si fuera otro. Bueno, la verdad es que lo era y no lo era.
Era su perro, tal vez. O tal vez su gato. O su canario.
Los
animales no hablan pero nos hablan. Por eso nosotros, a veces, hablamos con
ellos. Y creemos que nos entienden mejor que algunos de nuestros congéneres. Es
verdad que, a su manera, también pueden hablarnos las plantas de jardín y los
árboles del campo. Pero no tienen ojos como los nuestros. No pueden mirarnos ni
podemos nosotros mirarnos en ellos.
Desde
que el hombre es hombre conoce la lengua de los animales que le rodean. Gracias
a ello sabemos, por intuición, que hablar es responder. Lo dice muy bien
Mercedes Marcos, en aquellos versos que dedica a su gato:
El oro
diluido de sus ojos
es la respuesta
a los interrogantes
del amor:
silencio solo,
presencia sola, acaso
la inmovilidad total
del pensamiento.
Nada
tan simple, tan hondo, hubiéramos aprendido con la misma facilidad unos de
otros, más habladores que taciturnos. Fueron nuestros animales más próximos los
que nos lo enseñaron. Los domésticos, ante todo, que, antes de saberse
destinados al sacrificio, debieron de mirarnos o hablarnos sin palabras en
nuestras horas perdidas. Y también los otros pues, para darles caza, hubimos de
aprender sus hábitos y nada se aprende para siempre si no es en silencio, con
el ojo avizor y el oído atento.
Si
nuestro conocimiento intuitivo de lenguas no humanas es tan antiguo como
nuestra especie, nuestro interés por descifrar algunas de ellas es reciente.
Ahora que nuestra convivencia con los animales es mucho más reducida que la de
nuestros antepasados, unos pocos han dedicado su vida a estudiar el lenguaje de
las abejas o el de los gorilas. Estos expertos saben que intentar comunicarse
con ciertos animales para descifrar su lenguaje es tarea para muchas
generaciones, de las nuestras y de las suyas. De todos modos, han descubierto
ya que los animales no saben generalizar. Y no saben de ningún animal capaz de
hacer lo que un hombre solo puede cumplidos sus primeros cuatro años de vida:
atribuir a otras creencias diferentes de las suyas.
Lo
primero nos da a los humanos una ventaja y una desventaja. La ventaja de poder
hablar de todo y de todos. No solo del presente -“presencia sola” del gato ante
la poeta- sino también del pasado y del futuro. De lo que es y de lo que no es,
bien porque haya sido o porque pueda ser. De éstos y de aquellos, tan
diferentes de nosotros pero humanos como nosotros. La desventaja, en cambio,
consiste en que generalizando los seres humanos podemos equivocarnos, esto es,
llamar igual a lo que es diferente. Y, si podemos equivocarnos, podemos
servirnos de la equivocación. No en vano hemos inventado el equívoco y la
mentira, el primero tan útil para la estrategia y la segunda tan eficaz para la
guerra.
En
cuanto a lo segundo, la incapacidad para atribuir a los demás creencias
diferentes de las nuestras, ¿es tan clara la frontera que separa al animal
humano del no humano? Volvamos a beber en otro verso de nuestra poeta a la
sazón, que mirando a su gato escribe:
Por eso mira
y miro, y se diluye
el límite animal que nos separa
Hablamos
con nuestros animales porque necesitamos algo que echamos de menos a nuestro
alrededor: la pura comprensión del silencio, su anchura inagotable. No solo
necesitamos palabras para orientarnos en la vida. Necesitamos también silencio
para descansar de las palabras, para perdernos sin temor a que ellas nos
encuentren. Por eso, de vez en cuando, nos gusta entregarnos al silencio
animal, el más humano de cuantos se nos han dado. Tal vez algo de esto fue
sentido desde muy antiguo, cuando se representaba lo divino bajo la forma de
ciertos animales. Hoy que lo divino parece haberse alejado de nosotros o
nosotros de ello, nos queda en los animales de compañía la presencia viva del
enigma. ¿Será la respuesta a los interrogantes del amor?
No
lo sabemos. Lo que sí creemos es que aprendimos a hablar imitando ciertos
sonidos animales, el trino de las aves o el murmullo de los peces. Pero imitar,
¿qué es sino responder o, más bien, corresponder a aquella dádiva por la que
sentimos una gratitud que no sabemos expresar? Claro que una buena imitación es
el principio de algo mejor, de otra cosa que es ya invención nuestra y que
llamamos lenguaje articulado.
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