lunes, 25 de noviembre de 2013

La canción de la verdad.


 
La canción de la verdad
En las últimas semanas vienen siendo noticia los criminales excarcelados a consecuencia de una decisión tomada en los altos tribunales europeos. Algunos de ellos, por cierto, llevaban más de veinte años entre rejas. Y uno se pregunta si no deberían cumplir otros veinte más. A mayor rigor, mayor justicia, ¿o no? Pero el tiempo no pasa igual fuera que dentro de una cárcel. Fuera, parece que fue ayer cuando pasó. Dentro, en cambio, parece que nunca será mañana. Todo en la vida, pienso yo, gira y gira en torno a estos dos adverbios: “fuera” y “dentro”. Y, como la vida es un trompo que solo deja de girar cuando dejamos de respirar, nunca sabemos dónde estamos.
Hubo un tiempo remoto, antes del alba de la civilización, en que la vida humana no giraba todavía desde dentro hacia fuera o al revés. Un ser humano que se sentía aun parte de la naturaleza no podía sentirse fuera de nada ni dentro, pues, de otra cosa. No podía distinguir sus razones de sus sentimientos y tanto había de ser homo sapiens como homo sentiens. De aquel hombre nos queda una reliquia expresiva en cierta frase que solemos repetir ante una decisión equivocada o desafortunada. Decimos que “no ha estado inspirado”. Los altos magistrados europeos no han estado inspirados -¿o sí?- en su reciente y polémica decisión. Su decisión nos parece, tal vez, equivocada; pero no por falta de razones sino de sentimientos adecuados para inspirar otra decisión más razonable.
El homo sapiens aprendió mucho más tarde, hace solo unos diez mil años, a distinguir sus razones de sus sentimientos. Fue entonces cuando dejó de sentirse parte de la naturaleza y empezó a creerse fuera de ella. Desde entonces los sentimientos y las emociones se han quedado dentro de nosotros. Fuera, independiente de nuestros sentimientos personales, ondea el pabellón de la razón y la verdad, que es la misma para todos. La razón, para que sea verdadera, ha de ser objetiva. Ha de brillar por sí misma.
Cuando hoy hablamos de inspiración pensamos espontáneamente en los poetas y artistas. Ellos son los inspirados por excelencia. Nos llevaríamos una sorpresa si volviéramos a leer la obra del primer occidental que habla de sí mismo como autor inspirado por las musas, allá en la Grecia del siglo VII a. de C: Hesíodo. Allí leeríamos que no solo los artistas eran, al principio, inspirados por las musas. También lo era el que tenía la misión de interpretar las leyes e impartir justicia en favor del más débil:
Todos fijan en él su mirada cuando interpreta las leyes divinas con rectas sentencias y él con firmes palabras en un momento resuelve sabiamente un pleito, por grande que sea.
Es el testimonio de un mundo en el que la verdad o la justicia no se han separado todavía de los sentimientos de verdad y de justicia que fijan la mirada de todos en el que dicta sentencia. No se han ido fuera de nosotros. No han cobrado la vida independiente de lo escrito, que es lo mismo para todos. No se ven aun, brillando con luz propia. Solo se oyen. Suenan, son música. Son “la canción de la verdad”, que las musas ponen en labios del inspirado porque ellas, que saben decir “mentiras con apariencia de verdades”
saben, cuando quieren, proclamar la verdad.
                 ¿No es, acaso, más profunda la verdad cuando se nos proclama sin el brillo impersonal de una razón objetiva, independiente de nuestros sentimientos? Nadie podrá amar una razón así, ni siquiera el que la necesite para justificar la pena más rigurosa en nombre de una ley escrita. Nadie puede cantar la verdad si ella no canta dentro de él. Ni creerá nadie en la justicia de aquel al que no pueda mirar cara a cara mientras dicta sentencia. La verdad es la verdad. La justicia es la justicia. Pero, ¿quién tendrá aun fuerzas para cantarlas?             
 
 
                                              
 
El Señor, me ha enviado a curar los corazones heridos
Y a liberar a los cautivos, y dar a los presos la libertad, Is-61
          
                                          
                                              


 

 

jueves, 14 de noviembre de 2013

Lengua de gato

                                                      
Lengua de gato

Mientras ella le hablaba, él la miraba. Le contaba sus penas de ayer y sus alegrías de hoy. Que si se había tropezado en la calle con una vieja amiga y se pusieron a recordar tiempos hasta que se hizo tarde y no tuvo tiempo ya de acabar sus recados. Que si, al volver a casa, sintió que ya no le dolía la cabeza. Se ve que a la cabeza le va bien distraerse. A lo mejor es el tiempo lo que nos duele más cuando nos duele algo porque se nos hace largo aunque el dolor sea leve. De estas y otras cotidianeidades le hablaba ella mientras él la miraba. La miraba en silencio, como si fuera otro. Bueno, la verdad es que lo era y no lo era. Era su perro, tal vez. O tal vez su gato. O su canario.
Los animales no hablan pero nos hablan. Por eso nosotros, a veces, hablamos con ellos. Y creemos que nos entienden mejor que algunos de nuestros congéneres. Es verdad que, a su manera, también pueden hablarnos las plantas de jardín y los árboles del campo. Pero no tienen ojos como los nuestros. No pueden mirarnos ni podemos nosotros mirarnos en ellos.
Desde que el hombre es hombre conoce la lengua de los animales que le rodean. Gracias a ello sabemos, por intuición, que hablar es responder. Lo dice muy bien Mercedes Marcos, en aquellos versos que dedica a su gato:
El oro
diluido de sus ojos es la respuesta
a los interrogantes del amor:
silencio solo,
presencia sola, acaso
la inmovilidad total del pensamiento.
Nada tan simple, tan hondo, hubiéramos aprendido con la misma facilidad unos de otros, más habladores que taciturnos. Fueron nuestros animales más próximos los que nos lo enseñaron. Los domésticos, ante todo, que, antes de saberse destinados al sacrificio, debieron de mirarnos o hablarnos sin palabras en nuestras horas perdidas. Y también los otros pues, para darles caza, hubimos de aprender sus hábitos y nada se aprende para siempre si no es en silencio, con el ojo avizor y el oído atento.
Si nuestro conocimiento intuitivo de lenguas no humanas es tan antiguo como nuestra especie, nuestro interés por descifrar algunas de ellas es reciente. Ahora que nuestra convivencia con los animales es mucho más reducida que la de nuestros antepasados, unos pocos han dedicado su vida a estudiar el lenguaje de las abejas o el de los gorilas. Estos expertos saben que intentar comunicarse con ciertos animales para descifrar su lenguaje es tarea para muchas generaciones, de las nuestras y de las suyas. De todos modos, han descubierto ya que los animales no saben generalizar. Y no saben de ningún animal capaz de hacer lo que un hombre solo puede cumplidos sus primeros cuatro años de vida: atribuir a otras creencias diferentes de las suyas.
Lo primero nos da a los humanos una ventaja y una desventaja. La ventaja de poder hablar de todo y de todos. No solo del presente -“presencia sola” del gato ante la poeta- sino también del pasado y del futuro. De lo que es y de lo que no es, bien porque haya sido o porque pueda ser. De éstos y de aquellos, tan diferentes de nosotros pero humanos como nosotros. La desventaja, en cambio, consiste en que generalizando los seres humanos podemos equivocarnos, esto es, llamar igual a lo que es diferente. Y, si podemos equivocarnos, podemos servirnos de la equivocación. No en vano hemos inventado el equívoco y la mentira, el primero tan útil para la estrategia y la segunda tan eficaz para la guerra.
En cuanto a lo segundo, la incapacidad para atribuir a los demás creencias diferentes de las nuestras, ¿es tan clara la frontera que separa al animal humano del no humano? Volvamos a beber en otro verso de nuestra poeta a la sazón, que mirando a su gato escribe:
Por eso mira
y miro, y se diluye
el límite animal que nos separa
Hablamos con nuestros animales porque necesitamos algo que echamos de menos a nuestro alrededor: la pura comprensión del silencio, su anchura inagotable. No solo necesitamos palabras para orientarnos en la vida. Necesitamos también silencio para descansar de las palabras, para perdernos sin temor a que ellas nos encuentren. Por eso, de vez en cuando, nos gusta entregarnos al silencio animal, el más humano de cuantos se nos han dado. Tal vez algo de esto fue sentido desde muy antiguo, cuando se representaba lo divino bajo la forma de ciertos animales. Hoy que lo divino parece haberse alejado de nosotros o nosotros de ello, nos queda en los animales de compañía la presencia viva del enigma. ¿Será la respuesta a los interrogantes del amor?
No lo sabemos. Lo que sí creemos es que aprendimos a hablar imitando ciertos sonidos animales, el trino de las aves o el murmullo de los peces. Pero imitar, ¿qué es sino responder o, más bien, corresponder a aquella dádiva por la que sentimos una gratitud que no sabemos expresar? Claro que una buena imitación es el principio de algo mejor, de otra cosa que es ya invención nuestra y que llamamos lenguaje articulado.
                                 
                            
 

jueves, 7 de noviembre de 2013

                                                                                                    
El viaje de Ramiro

Acabo de leer la Autobiografía espiritual de Ramiro Calle. Uno puede hablar de sí mismo con menos indulgencia que de los demás. Pero ¿podrá no esperar de ellos la indulgencia que a sí mismo se rehúsa? Uno puede decirse malísimo. Pero, si se lo dicen a él, ¿será lo mismo? Ramiro Calle, que se ha pasado la vida tratando de conocerse, sabe lo ambigua que es la indulgencia humana. Y, como vive devorado por la inquietud, desconfía de todo lo que aquieta, de lo que no es sino inquietud disfrazada. Por eso ha decidido tratarse a sí mismo y a los demás sin ninguna indulgencia. A cada uno lo suyo. Y, a la inmensa mayoría, la gratitud. Incluso entre quienes menos nos salvamos, como ministros de la Iglesia católica, brilla la memoria de algunos sacerdotes jesuitas conocidos en la India o el recuerdo entrañable de la Madre Teresa de Calcuta. Y, entre los médicos que se creen dioses, tienen un nombre propio tantos profesionales cuyo trato humanizó su reciente estancia hospitalaria, al filo del límite.
La Autobiografía espiritual de Calle es una galería de nombres propios y un racimo de pequeñas historias personales, casi todas relacionadas con los viajes a Oriente que han jalonado la vida de nuestro personaje. La vida de Ramiro Calle ha sido, toda ella, un viaje. Y ha tenido que hacer muchos viajes y conocer a mucha gente para completar el único viaje de verdad, el interior. Tal vez por esto Ramiro Calle es hoy uno de los pocos representantes de la sapiencia tradicional que se cuentan en medio de un mundo transfigurado por la ciencia pero desfigurado por la codicia, que es la suma ignorancia. Su libertad de pensamiento, su “acracia sin acrimonia”, son un estímulo para quienes habitamos el silencio y viajamos con él.