lunes, 26 de agosto de 2013


Una de buenos

 Malala, Yousafzai:
Ya conocemos la historia de Malala, la joven paquistaní que ha sido víctima de la violencia talibán por defender el derecho de la mujer a la educación. Invitada por las Naciones Unidas a tomar la palabra, acaba de ser erigida en icono de los derechos humanos frente a la amenaza que se cierne sobre aquellos países cuyo territorio controlan las milicias fundamentalistas.
Hace unos días la prensa se hacía eco de la carta que un talibán le dirigía a Malala. En ella se preguntaba si la joven habría llegado a ser un símbolo para Occidente de haber sido víctima, no ya de los talibanes sino de una ofensiva americana contra objetivos talibanes y con daños colaterales sobre la población civil. Porque los talibanes son los talibanes, es decir, los malos. Nosotros, europeos o americanos, somos los buenos.
Nosotros, ciudadanos de estados democráticos y herederos de una tradición cristiana, solemos definirnos como creyentes; si lo somos, claro está. Somos, como Abrahán, hombres de fe. Pero, a lo mejor, deberíamos preguntarnos si la historia de nuestra fe no empieza en Abrahán sino mucho antes, en el paraíso; o si creer en Dios no significa “no creernos dioses nosotros mismos”. Sabido es que, en el paraíso, no otra fue la tentación servida en bandeja por la serpiente a nuestros primeros padres. 
Hay muchas maneras de creernos dioses. La más común consiste en creernos buenos, como insinúa el talibán a Malala. Nunca abiertamente: no somos tan ingenuos. Pero sí creyendo que los malos son los otros: los talibanes, los fundamentalistas, los violentos…Y, sin embargo, como nos recuerda Jesús en sus parábolas, no somos nosotros quiénes para separar a los buenos de los malos. Serán los ángeles quienes separen a su tiempo el trigo de la cizaña. Hombres, no ángeles ni dioses, es lo que somos. Nosotros y ellos.              Malala, Yousafzai.


   
No me importa sentarme en el suelo en el colegio: solo quiero una pluma, un libro y educación: No tengo miedo a nadie.

 
                                                                  

                                                                 

lunes, 19 de agosto de 2013


 
 
Grafiteros

Desde mi ventana puedo ver el mundo. Me basta con advertir que veo, por ella, un fragmento minúsculo, insignificante, pero necesario. Sin él le faltaría algo pues el mundo no es solo extenso; es también intenso. No lo conoce mejor el que lo ha recorrido sino el que lo ha explorado, el que ha visitado una y otra vez el mismo lugar, ese que no es ni siquiera un lugar sino un paso hacia cualquier lugar. Allí donde nadie se detiene se abre la ventana y se extiende el camino que conduce sin pausa hasta los confines del mundo.
A veces, los lugares de paso dejan de serlo y se transfiguran. Todo el mundo se detiene en ellos antes de seguir camino. Sucede en las ciudades, cuando la demolición de viejos edificios deja heridos de soledad los adyacentes. Paredones grises atrapan la atención del viandante con la intensidad de un vacío que todo podría llenar. El caos, el vacío, nos fascina siempre porque sabemos que de él venimos y a él necesitamos regresar cada día cuando la noche nos ofrece su descanso.
Los grafiteros que pintan los paredones inmensos de los edificios heridos los llenan de formas caprichosas, colores vivaces, criaturas de ensueño. Consiguen que los lugares de paso se conviertan en lugares de descanso, que los fragmentos del mundo se conviertan en espejos del alma, que todo lo insignificante brille de pronto con un destello de sentido. Saben ellos que la humildad necesita muy poco para ser bella porque es agradecida.
Nuestras vidas son como esos paredones vacíos. Sobre ellos vamos pintando nuestros sueños. Y ellos hacen del mundo, que es un lugar de paso, el lugar donde nos gustaría quedarnos para siempre. Eternidad lo hemos llamado porque lo hemos llenado de anhelos. Como lo imaginamos lo vemos. Y así lo hemos contado.