Una de
buenos
Malala, Yousafzai:
Malala, Yousafzai:
Ya conocemos la
historia de Malala, la joven paquistaní que ha sido víctima de la violencia
talibán por defender el derecho de la mujer a la educación. Invitada por las
Naciones Unidas a tomar la palabra, acaba de ser erigida en icono de los derechos
humanos frente a la amenaza que se cierne sobre aquellos países cuyo territorio
controlan las milicias fundamentalistas.
Hace unos días la
prensa se hacía eco de la carta que un talibán le dirigía a Malala. En ella se
preguntaba si la joven habría llegado a ser un símbolo para Occidente de haber
sido víctima, no ya de los talibanes sino de una ofensiva americana contra
objetivos talibanes y con daños colaterales sobre la población civil. Porque
los talibanes son los talibanes, es decir, los malos. Nosotros, europeos o
americanos, somos los buenos.
Nosotros, ciudadanos
de estados democráticos y herederos de una tradición cristiana, solemos
definirnos como creyentes; si lo somos, claro está. Somos, como Abrahán,
hombres de fe. Pero, a lo mejor, deberíamos preguntarnos si la historia de
nuestra fe no empieza en Abrahán sino mucho antes, en el paraíso; o si creer en
Dios no significa “no creernos dioses nosotros mismos”. Sabido es que, en el
paraíso, no otra fue la tentación servida en bandeja por la serpiente a
nuestros primeros padres.
Hay muchas maneras de
creernos dioses. La más común consiste en creernos buenos, como insinúa el
talibán a Malala. Nunca abiertamente: no somos tan ingenuos. Pero sí creyendo
que los malos son los otros: los talibanes, los fundamentalistas, los
violentos…Y, sin embargo, como nos recuerda Jesús en sus parábolas, no somos
nosotros quiénes para separar a los buenos de los malos. Serán los ángeles
quienes separen a su tiempo el trigo de la cizaña. Hombres, no ángeles ni dioses,
es lo que somos. Nosotros y ellos. Malala, Yousafzai.
No me importa sentarme en
el suelo en el colegio: solo quiero una pluma, un libro y educación: No tengo
miedo a nadie.