lunes, 24 de junio de 2013


 
 

 
Pablo D órs--Sacerdote.
El olvido de sí

Cuando un hombre demuestra conocer la naturaleza humana está en condiciones de interpretar la vida religiosa. Es el caso de Pablo D’Ors, que se acredita con su última obra, El olvido de sí, como el escritor más original de nuestra literatura cristiana. D’Ors es un hombre dentro de muchos hombres. Seguramente por eso ha elegido la figura de Charles de Foucauld para contarnos su vida como él mismo la hubiera contado. Leyendo El olvido de sí reconocemos a los personajes que han ido pasando por la vida de D’Ors y por la del santo. Como el autor, el santo ha sido hombre de mundo, viajero y peregrino, religioso y sacerdote, testigo del silencio en la inmensidad del desierto. Uno se pregunta si el hombre que deviene Charles de Foucauld en sus últimos días, mientras espera el fin junto a aquellos a quienes ha dedicado su vida, es un personaje también o ya no. En otras palabras, si con el olvido de sí adviene el hombre verdadero, ya sin máscaras, o éste es la más sutil de todas: la que, aun estando en contacto íntimo con la verdad, no es del todo verdadera. D’Ors/Foucauld se propone demostrarnos que, sin haber ayunado y orado mucho, no se puede comprender la superioridad de la limosna y la hospitalidad sobre el ayuno y la oración ¿Es verdad esto? Uno piensa en aquellos por los que el amor ha sido vivido antes aun que comprendido. Practicado antes que demostrado. Como esos niños que, en medio del desierto, salvan al santo de una muerte segura y abren para él un camino nuevo y vivo. “A Dios hay que ir sin Dios”: he aquí la enseñanza más profunda de una historia en la que D’Ors y Foucauld hacen con todas las personas de buena voluntad una parte de este camino. 

Hermano-Charles de Foucauld
 

 

 

 

 

 

lunes, 17 de junio de 2013


 
A Luis Alonso, in memoriam
 
 
Yo, que he visto a Jesús llorar la muerte de su amigo Lázaro, veo estos días a Agapita, nuestra cocinera en el convento, llorar la muerte de su esposo, Luis. Y la veo regresar a su casa cada día, después de su trabajo, como a un desierto interior, porque una casa vacía no es un hogar. Es un hueco que miran los curiosos por afuera al pasar. Ante el vacío, solo quedan dos opciones: o la curiosidad o el silencio. Y yo prefiero el silencio. La curiosidad es fría como el abismo al que se asoma cuando nadie la oye. Pero yo quiero que el abismo me oiga. Por eso callo para escuchar su voz. Solo el que escucha a los demás puede esperar que le escuchen a él. “Para enterrar a un hombre cualquiera vale, cualquiera, menos un sepulturero”- sentencia el poeta León Felipe. Y yo no quisiera ser sepulturero ni sacerdote en ese trance. Yo solo quisiera ser humano. Y lo humano es el silencio. Silencio para escuchar el llanto, para bajar con él a lo profundo del abismo, para acompañar a la viuda a su casa vacía, para recorrer con ella su corazón deshabitado, para tomar su vida rota con una pregunta en los labios, la de Jesús en el huerto: “¿por qué me has abandonado?” Si no bajamos no podremos subir. Es bajando como llegaremos a tocar fondo, el fondo de una soledad sin consuelo. Hay momentos en la vida en que ni siquiera la fe puede consolarnos. En realidad, no es consuelo lo que necesitamos al bajar sino compañía. Compañía para recordar al hombre bueno que nos ha dejado sin hogar y para levantar de nuevo, piedra a piedra, esa casa que será para siempre su memoria: la de Dios con nosotros.   

             

 
 
 

lunes, 10 de junio de 2013




 





Al nuevo abad de Cardeña
 
De fray Roberto, desde hace poco nuevo abad de Cardeña, recuerdo su sonrisa y la calvicie prematura de su cabeza, bajo un cerco de canas que eterniza la suave forma de su rostro y de su trato. En su mirada creo haber entrevisto al niño que fue y al joven que ha sido. Y de ambos guardo en la memoria al hombre que, concluida su jornada cotidiana, siente lo que un poeta, Claudio Rodríguez, exclamaba en aquel verso: “¡cuánto necesita/mi juventud! Mi corazón, ¡qué poco!” Cuando a un hombre se le abre en la vida otra edad más allá de la juventud antes de perder el juvenil vigor, cuando se le ofrece el panorama de unos años venideros que habrán de fijar su destino para siempre, piensa, como nunca hasta entonces, en todo lo que necesita para navegar por esos años prometidos sin temor a perder el rumbo y el puerto señalado. No le viene mal, en tales circunstancias, recordar con el poeta la compañía del corazón, que da tanto y tan poco necesita. Si el abad se mira en el espejo de la regla seguro que no se ve, de sublime que es el modelo. Pero lo más sublime no es lo más completo sino lo más sencillo. Las virtudes pesan cuando se cuentan. Vuelan, en cambio, cuando se simplifican. Y lo que el monje necesita de su abad es, tal vez, mucho más sencillo que cuanto el abad piensa de sí que necesita. Yo lo resumiría apelando al corazón. Un corazón para ponerse, sin palabras, en el lugar de otro. Y para pedir de corazón lo que podría mandar sin la menor contemplación. Porque mandar es de hombres. Pedir, en cambio, de pecadores y mendigos. Y pecadores y mendigos es nuestra única manera de ser hombres.            
Víctor Márquez Pailos
Monasterio de San Pedro Cardeña-- Burgos--
 
 
 
 


lunes, 3 de junio de 2013


 

 
 
 Secretos de confesión
Todo cambia en nuestra sociedad. Pero hay cosas que no cambian. Una de ellas, el rito de la primera comunión. Los preparativos, la ceremonia, vestidos y regalos, todo sigue siendo como era hace años. Que ahora la catequesis sea más larga, los vestidos más fáciles de lavar, los regalos más sofisticados: detalles. Lo que importa es que el niño comulga. El domingo después será uno más en la vida y ¿uno menos? en la misa. Estos días en que tantos catequistas han sonreído para la foto de la primera comunión, ha pasado por mi vida un libro insólito. Insólito para mí, al menos, porque no suelo leer novelas negras. Cuenta la historia de un clérigo pederasta, asesinado por el padre de una de sus víctimas. El clérigo abusaba de los niños amenazándoles con las penas del infierno si se lo contaban a sus padres. Contaba el desalmado con el encubrimiento de sus superiores. Y éstos, a su vez, con una cuota sobrenatural de poder terreno. Todo muy negro, tenebroso. Una vez un monje, hablándome de su madre, me ponderó “el sacerdocio natural de las madres”, superior al de los sacerdotes. “Curas somos -me decía- los que no servimos para otra cosa”. Hoy entiendo sus palabras. Pienso que la mejor manera de valorar lo que uno es en la vida es no darse importancia por ello. “El que pregona su nombre lo pierde”- sentenciaban los sabios de Israel. Y el sacerdote o el catequista, si quieren ser lo que son, harán bien en recordar lo que su madre hizo por ellos. No necesitan pensar en la grandeza de lo que son para serlo. Podrían caer en la tentación de ocultar bajo tamaña grandeza las más oscuras intenciones, como denuncia Bonifacio de la Cuadra en su novela Secretos de confesión.