Secretos de confesión
Todo cambia en nuestra sociedad. Pero hay cosas que no
cambian. Una de ellas, el rito de la primera comunión. Los preparativos, la
ceremonia, vestidos y regalos, todo sigue siendo como era hace años. Que ahora
la catequesis sea más larga, los vestidos más fáciles de lavar, los regalos más
sofisticados: detalles. Lo que importa es que el niño comulga. El domingo
después será uno más en la vida y ¿uno menos? en la misa. Estos días en que
tantos catequistas han sonreído para la foto de la primera comunión, ha pasado
por mi vida un libro insólito. Insólito para mí, al menos, porque no suelo leer
novelas negras. Cuenta la historia de un clérigo pederasta, asesinado por el
padre de una de sus víctimas. El clérigo abusaba de los niños amenazándoles con
las penas del infierno si se lo contaban a sus padres. Contaba el desalmado con
el encubrimiento de sus superiores. Y éstos, a su vez, con una cuota
sobrenatural de poder terreno. Todo muy negro, tenebroso. Una vez un monje,
hablándome de su madre, me ponderó “el sacerdocio natural de las madres”,
superior al de los sacerdotes. “Curas somos -me decía- los que no servimos para
otra cosa”. Hoy entiendo sus palabras. Pienso que la mejor manera de valorar lo
que uno es en la vida es no darse importancia por ello. “El que pregona su
nombre lo pierde”- sentenciaban los sabios de Israel. Y el sacerdote o el
catequista, si quieren ser lo que son, harán bien en recordar lo que su madre
hizo por ellos. No necesitan pensar en la grandeza de lo que son para serlo.
Podrían caer en la tentación de ocultar bajo tamaña grandeza las más oscuras
intenciones, como denuncia Bonifacio de la Cuadra en su novela Secretos de confesión.
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