lunes, 3 de junio de 2013


 

 
 
 Secretos de confesión
Todo cambia en nuestra sociedad. Pero hay cosas que no cambian. Una de ellas, el rito de la primera comunión. Los preparativos, la ceremonia, vestidos y regalos, todo sigue siendo como era hace años. Que ahora la catequesis sea más larga, los vestidos más fáciles de lavar, los regalos más sofisticados: detalles. Lo que importa es que el niño comulga. El domingo después será uno más en la vida y ¿uno menos? en la misa. Estos días en que tantos catequistas han sonreído para la foto de la primera comunión, ha pasado por mi vida un libro insólito. Insólito para mí, al menos, porque no suelo leer novelas negras. Cuenta la historia de un clérigo pederasta, asesinado por el padre de una de sus víctimas. El clérigo abusaba de los niños amenazándoles con las penas del infierno si se lo contaban a sus padres. Contaba el desalmado con el encubrimiento de sus superiores. Y éstos, a su vez, con una cuota sobrenatural de poder terreno. Todo muy negro, tenebroso. Una vez un monje, hablándome de su madre, me ponderó “el sacerdocio natural de las madres”, superior al de los sacerdotes. “Curas somos -me decía- los que no servimos para otra cosa”. Hoy entiendo sus palabras. Pienso que la mejor manera de valorar lo que uno es en la vida es no darse importancia por ello. “El que pregona su nombre lo pierde”- sentenciaban los sabios de Israel. Y el sacerdote o el catequista, si quieren ser lo que son, harán bien en recordar lo que su madre hizo por ellos. No necesitan pensar en la grandeza de lo que son para serlo. Podrían caer en la tentación de ocultar bajo tamaña grandeza las más oscuras intenciones, como denuncia Bonifacio de la Cuadra en su novela Secretos de confesión.  




 
 
 

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