Yo, que he visto a Jesús llorar la muerte de su amigo
Lázaro, veo estos días a Agapita, nuestra cocinera en el convento, llorar la muerte
de su esposo, Luis. Y la veo regresar a su casa cada día, después de su
trabajo, como a un desierto interior, porque una casa vacía no es un hogar. Es
un hueco que miran los curiosos por afuera al pasar. Ante el vacío, solo quedan
dos opciones: o la curiosidad o el silencio. Y yo prefiero el silencio. La
curiosidad es fría como el abismo al que se asoma cuando nadie la oye. Pero yo
quiero que el abismo me oiga. Por eso callo para escuchar su voz. Solo el que
escucha a los demás puede esperar que le escuchen a él. “Para enterrar a un
hombre cualquiera vale, cualquiera, menos un sepulturero”- sentencia el poeta
León Felipe. Y yo no quisiera ser sepulturero ni sacerdote en ese trance. Yo
solo quisiera ser humano. Y lo humano es el silencio. Silencio para escuchar el
llanto, para bajar con él a lo profundo del abismo, para acompañar a la viuda a
su casa vacía, para recorrer con ella su corazón deshabitado, para tomar su
vida rota con una pregunta en los labios, la de Jesús en el huerto: “¿por qué
me has abandonado?” Si no bajamos no podremos subir. Es bajando como llegaremos
a tocar fondo, el fondo de una soledad sin consuelo. Hay momentos en la vida en
que ni siquiera la fe puede consolarnos. En realidad, no es consuelo lo que
necesitamos al bajar sino compañía. Compañía para recordar al hombre bueno que
nos ha dejado sin hogar y para levantar de nuevo, piedra a piedra, esa casa que
será para siempre su memoria: la de Dios con nosotros.
lunes, 17 de junio de 2013
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