El niño eterno
Pedro, mi sobrinito de año y medio, es muy confiado. Se
acerca a todos y se queda mirándoles. Sonríe y corre de nuevo a los brazos de
sus padres. Es como si quisiera despertar la atención de los demás diciéndoles:
¡aquí estoy! Los adultos nos pasamos la vida tratando de ser algo para que los
demás nos admitan en sociedad. Un niño, en cambio, no necesita ser nada para
ser feliz porque es él mismo quien trae la felicidad al mundo y éste solo tiene
que aceptarla. Solo tiene que corresponder con una sonrisa a quien la suya se
la regala. La sonrisa es lo único que le queda a mi madre, postrada por la
enfermedad. Uno se pregunta si vivir tiene sentido cuando ya no se puede ser ni
hacer nada. Pero se pregunta también si son el ser y el hacer los que dan
sentido a la vida. Cuando uno encuentra personas distinguidas por su posición o
condición que no saben sonreír sino para ocultar algo que nos dolería conocer a
los demás, ¿no siente profunda decepción? ¿De qué sirven el ser y el hacer si
por ellos no sigue diciendo “¡aquí estoy!” el niño eterno que escondemos bajo
un abrigo gris mientras pasa el tiempo? Algo de esto venía pensando yo desde
que, hace unos días, tuve una conversación con José Ramón Pérez-Ornia y su
mujer, Isabel. José Ramón, veterano en el periodismo español, me propuso
escribir de Dios sin nombrarle. Para que Dios estuviera mucho más presente
entre nosotros que cuando hablamos de él con nuestro afán de ser y tener. “Si
no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino”, nos enseñó el Galileo.
¿Acaso hay otro lugar donde Dios esté más presente que en la sonrisa de un niño
o en la de un ser desvalido?
(El
que reciba a un niño en mi nombre; me recibe a Mi De igual modo el Padre
celestial, no quiere que Se pierda ni uno solo de estos pequeños. MT-8-1-5)
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