miércoles, 6 de febrero de 2013

  
La vida cristiana consiste de fe y caridad.

El milagro del amor

He pasado el día con Juan Mari. Por la mañana dimos un paseo entre bromas y veras al aire de la calle, que es de todos. Luego, comimos en un bar de tránsito, atendidos por un personal de ésos que le hacen sentirse a uno como en su casa. Por la tarde vimos juntos una película, “Lutero”. Era la historia de un ebrio de libertad. Y, ya al atardecer, nos despedimos. Él se quedó en Burgos y yo regresé a Silos.

Juan Mari es alguien muy entrañable para mí. Es amigo y es cura. No tengo yo, por cierto, muchos amigos entre los clérigos. Pero Juan Mari es diferente. Le conocí hace unos veinte años, cuando estaba en el seminario. Durante este tiempo he aprendido de él que un hombre vale lo que alcanza su mirada, su manera de mirar a los demás. De mi amigo sé decir que me ha mirado siempre con amor, es decir, que nunca me ha juzgado. Esto es un milagro: ¿cómo no juzgar a los demás alguna vez mientras vamos con ellos de camino? Y, sin embargo, a todos nos gusta ser amados. A nadie, ser juzgado. Ahora bien, ¿y el juicio moral? ¿Podemos evitarlo cuando vemos a otro actuando mal?

Los antiguos monjes del desierto recomendaban no enseñar nada que uno mismo no hubiera puesto primero en práctica. Nunca hablar, como solemos, de lo que deberíamos hacer o de lo que hacen otros, supuestamente mejores o peores que nosotros. En cabeza ajena, pues, nada enseñar ni aprender. Cuando las personas cuidan sus afectos -cuando los ponen en práctica- llegan a quererse como son, en lo bueno y en lo menos bueno. Por eso aceptan mejor sus defectos, esto es, lo que uno no puede aprobar del otro: una cosa es aceptar, otra muy diferente aprobar. Y aceptándolos -no juzgándolos, no reprochándolos- es como aprenden a superarlos.

Pero, cuando no se tienen verdaderos afectos en la vida, no se aceptan los defectos de los demás. Se reprochan sin más. Y, al reprocharlos, en vez de ayudarles a superarlos, les privamos de la fuerza que necesitan para ello. Esta fuerza no es otra que la confianza, el amor sin reservas ni monsergas. Sin amor, con la ley en la mano o en el fondo de la conciencia, no podemos superar nuestros defectos. Lo único que podemos hacer sin amor es trocar unos defectos por otros. O unos excesos por otros.

Si Lutero no se hubiera apresurado a juzgar los defectos de la Iglesia romana y ésta, a su vez, no hubiera condenado sin matiz los excesos de Lutero, ¡cuánto habríamos podido aprender unos de otros! La reforma protestante no habría sido un cisma ni la católica una “contrarreforma”. Por suerte, a veces, sucede el milagro. El amor es siempre el gran milagro de la vida, el más humilde, discreto y eficaz de todos los milagros, la maravilla de las maravillas. ¿Acaso es mayor milagro estar sano o vivo de milagro que morir después de haber vivido? Juan Mari es uno de sus nombres.

0 comentarios:

Publicar un comentario