La vida cristiana consiste de fe y caridad.
El milagro del amor
He pasado el día con Juan Mari. Por la mañana
dimos un paseo entre bromas y veras al aire de la calle, que es de todos.
Luego, comimos en un bar de tránsito, atendidos por un personal de ésos que le
hacen sentirse a uno como en su casa. Por la tarde vimos juntos una película,
“Lutero”. Era la historia de un ebrio de libertad. Y, ya al atardecer, nos
despedimos. Él se quedó en Burgos y yo regresé a Silos.
Juan Mari es alguien muy entrañable para mí.
Es amigo y es cura. No tengo yo, por cierto, muchos amigos entre los clérigos.
Pero Juan Mari es diferente. Le conocí hace unos veinte años, cuando estaba en
el seminario. Durante este tiempo he aprendido de él que un hombre vale lo que
alcanza su mirada, su manera de mirar a los demás. De mi amigo sé decir que me
ha mirado siempre con amor, es decir, que nunca me ha juzgado. Esto es un
milagro: ¿cómo no juzgar a los demás alguna vez mientras vamos con ellos de
camino? Y, sin embargo, a todos nos gusta ser amados. A nadie, ser juzgado.
Ahora bien, ¿y el juicio moral? ¿Podemos evitarlo cuando vemos a otro actuando
mal?
Los antiguos monjes del desierto recomendaban
no enseñar nada que uno mismo no hubiera puesto primero en práctica. Nunca
hablar, como solemos, de lo que deberíamos hacer o de lo que hacen otros,
supuestamente mejores o peores que nosotros. En cabeza ajena, pues, nada
enseñar ni aprender. Cuando las personas cuidan sus afectos -cuando los ponen
en práctica- llegan a quererse como son, en lo bueno y en lo menos bueno. Por
eso aceptan mejor sus defectos, esto es, lo que uno no puede aprobar del otro:
una cosa es aceptar, otra muy diferente aprobar. Y aceptándolos -no
juzgándolos, no reprochándolos- es como aprenden a superarlos.
Pero, cuando no se tienen verdaderos afectos
en la vida, no se aceptan los defectos de los demás. Se reprochan sin más. Y,
al reprocharlos, en vez de ayudarles a superarlos, les privamos de la fuerza
que necesitan para ello. Esta fuerza no es otra que la confianza, el amor sin
reservas ni monsergas. Sin amor, con la ley en la mano o en el fondo de la
conciencia, no podemos superar nuestros defectos. Lo único que podemos hacer
sin amor es trocar unos defectos por otros. O unos excesos por otros.
Si Lutero no se hubiera apresurado a juzgar
los defectos de la Iglesia romana y ésta, a su vez, no hubiera condenado sin
matiz los excesos de Lutero, ¡cuánto habríamos podido aprender unos de otros!
La reforma protestante no habría sido un cisma ni la católica una
“contrarreforma”. Por suerte, a veces, sucede el milagro. El amor es siempre el
gran milagro de la vida, el más humilde, discreto y eficaz de todos los
milagros, la maravilla de las maravillas. ¿Acaso es mayor milagro estar sano o
vivo de milagro que morir después de haber vivido? Juan Mari es uno de sus
nombres.
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