lunes, 25 de febrero de 2013


Vatileaks
Plaza y basilica de San Pedro del Vaticano

Estos días he conocido por la prensa la reciente investigación periodística de que han sido objeto los asuntos internos del estado vaticano tras la dimisión anunciada por el Papa Benedicto. ¿Investigación o especulación? A mí me ha gustado pensar siempre en la iglesia católica como institución humana. Todo lo humano es ambiguo porque cubre una escala de registros que van en ascenso desde lo infrahumano hasta lo sobrehumano. Yo, como soy un poco admirador de la filosofía pitagórica, hoy olvidada, disfruto pensando el ser no como absoluto sino como relativo. Quiero sugerir con esto que, para entender la realidad humana, es muy útil la música. Las notas de la escala musical son relaciones. Son relativas unas a otras. Así, la realidad humana -la entera realidad según los pitagóricos- se nos vuelve armónica si nos acercamos a ella con una idea de relación. No encontraremos armonía en ella si no estamos dispuestos a ver más que un aspecto de la misma. Los mortales, ni somos la maravilla de las maravillas ni tampoco la miseria de las miserias. La iglesia católica no es ni casta ni meretriz sino ambas cosas en mutua relación, como supo entender Tertuliano. Hay no pocos católicos que, cuando oyen hablar mal de su iglesia, suelen reaccionar de dos maneras. Unos se despachan diciendo que en fin, que no hay que exagerar, que todo es una conspiración de los perseguidores de la iglesia…Otros reaccionan diciendo que hay que rezar mucho por la iglesia y por el Papa. Yo les diría a estos: rezar sí, pero solo rezar no. Y a aquellos les diría: perseguidos somos pero sin olvidar que perseguidores fuimos. Y podemos volver a serlo. Todo es relativo. Por eso hay en ello armonía. Buscarla es asunto nuestro.

 

 

 

viernes, 15 de febrero de 2013






 


Buenas nuevas



Que tantas cosas puedan convertirse, de pronto, en nuevas, ser noticia, nos revela lo es. Agradecemos tener noticias de lo que sea porque nos permiten despertar sin esfuerzo a una vida nueva. Así, estos días ha sido noticia la despedida del Papa Benedicto XVI. Veníamos viendo desde la Edad Media que los Papas se morían Papas como quienes para tan alta misión habían nacido. Pero el Papa Benedicto nos ha despertado a una vida nueva, diferente de aquella que empezó el día de nuestro nacimiento. Los Papas venideros -y otras figuras dotadas de singular autoridad-será más probable que renuncien o abdiquen antes de morir en el intento. La despedida anunciada de la reina de los holandeses o esta otra del Papa de Roma, ¿no abren un camino sin retorno? -Víctor, me da miedo solo pensar que un día, tal vez, me haré vieja- me confesaba una buena amiga hace tiempo. Y a otro buen amigo le pregunté yo una vez cuándo empezó a darse cuenta de que había dejado ser joven para siempre: -pues el día en que un niño se cruzó en mi camino y me grito “apártate, viejo”. Ser joven o viejo no es ninguna noticia. El mundo se compone de jóvenes que llaman viejos a cuantos han nacido unas décadas antes que ellos y de viejos que llaman jóvenes a cuantos han nacido apenas unas décadas después. El mundo se compone de jóvenes que se saben jóvenes y de viejos que viejos se mueren. Pero hay algo capaz de descomponer el mundo y hacerlo nuevo: nuestra posibilidad de ser algo más que cuanto nos han dejado ser en la vida. Aun cuando ya no podemos, tal vez, ni cuidar de nosotros mismos, conservamos humeante la brasa de la libertad. Y, con ella, podemos seguir iluminando nuestro propio rostro. Yo esto ya lo sabía por mi desvalida madre. Ahora lo sabemos todos por un Papa anciano que ha querido anunciar al mundo algo inesperado, algo que lo ha descompuesto en un instante. Pero para hacerlo nuevo.  
Lo que mi amiga piensa cuando teme hacerse vieja, lo que piensa de mi amigo el niño que le llama viejo, es que ser viejo es ser un estorbo. Cuando uno ya ha cumplido su misión en la vida, ¿qué puede hacer más que estorbar? Un estorbo nadie lo quiere en su camino y que nadie le quiera a uno es el infierno en vida. El infierno lo hemos imaginado con llamas implacables, como un verano abrasador. Pero el infierno que no necesitamos imaginar porque lo hemos vivido todos alguna vez es un invierno como los de antes, helador. Nos deja helados la indiferencia con que nos sentimos tratados cada vez que alguien nos mira como si fuéramos cosas. Cosas que estorban. Ser viejo es esto, ser cosa en vez de persona. Pero una cosa singular, una cosa que piensa cómo tratar otras cosas que también piensan. Que piensan y sufren de verse tratadas como meras cosas.Por fortuna, los seres humanos podemos conservar humeante la brasa de la libertad, caldear con ella muchos corazones helados por la indiferencia. Y éste es el destino reservado a la brasa que humea mientras se va apagando. El viejo está ahí, está para nada, pero está. Está, y no como una cosa. Por eso, como estos días el Papa,  Puede darnos siempre una sorpresa ser libres nunca "viejos del todo, es esto: poder despertar cada dia a una vida nueva
 
EL SEÑOR MIRA MAS LA RECTITUD DE CORAZON QUE LOS AÑOS
UN PASADO QUE SE ALEJA HUMILDEMENTE,  DEJANDO UN  SENDERO PARA ABRIR  CAMINOS DE  ESPERANZA EN CRISTIANA.
 
 
 

 










 
 



 



 

miércoles, 6 de febrero de 2013

  
La vida cristiana consiste de fe y caridad.

El milagro del amor

He pasado el día con Juan Mari. Por la mañana dimos un paseo entre bromas y veras al aire de la calle, que es de todos. Luego, comimos en un bar de tránsito, atendidos por un personal de ésos que le hacen sentirse a uno como en su casa. Por la tarde vimos juntos una película, “Lutero”. Era la historia de un ebrio de libertad. Y, ya al atardecer, nos despedimos. Él se quedó en Burgos y yo regresé a Silos.

Juan Mari es alguien muy entrañable para mí. Es amigo y es cura. No tengo yo, por cierto, muchos amigos entre los clérigos. Pero Juan Mari es diferente. Le conocí hace unos veinte años, cuando estaba en el seminario. Durante este tiempo he aprendido de él que un hombre vale lo que alcanza su mirada, su manera de mirar a los demás. De mi amigo sé decir que me ha mirado siempre con amor, es decir, que nunca me ha juzgado. Esto es un milagro: ¿cómo no juzgar a los demás alguna vez mientras vamos con ellos de camino? Y, sin embargo, a todos nos gusta ser amados. A nadie, ser juzgado. Ahora bien, ¿y el juicio moral? ¿Podemos evitarlo cuando vemos a otro actuando mal?

Los antiguos monjes del desierto recomendaban no enseñar nada que uno mismo no hubiera puesto primero en práctica. Nunca hablar, como solemos, de lo que deberíamos hacer o de lo que hacen otros, supuestamente mejores o peores que nosotros. En cabeza ajena, pues, nada enseñar ni aprender. Cuando las personas cuidan sus afectos -cuando los ponen en práctica- llegan a quererse como son, en lo bueno y en lo menos bueno. Por eso aceptan mejor sus defectos, esto es, lo que uno no puede aprobar del otro: una cosa es aceptar, otra muy diferente aprobar. Y aceptándolos -no juzgándolos, no reprochándolos- es como aprenden a superarlos.

Pero, cuando no se tienen verdaderos afectos en la vida, no se aceptan los defectos de los demás. Se reprochan sin más. Y, al reprocharlos, en vez de ayudarles a superarlos, les privamos de la fuerza que necesitan para ello. Esta fuerza no es otra que la confianza, el amor sin reservas ni monsergas. Sin amor, con la ley en la mano o en el fondo de la conciencia, no podemos superar nuestros defectos. Lo único que podemos hacer sin amor es trocar unos defectos por otros. O unos excesos por otros.

Si Lutero no se hubiera apresurado a juzgar los defectos de la Iglesia romana y ésta, a su vez, no hubiera condenado sin matiz los excesos de Lutero, ¡cuánto habríamos podido aprender unos de otros! La reforma protestante no habría sido un cisma ni la católica una “contrarreforma”. Por suerte, a veces, sucede el milagro. El amor es siempre el gran milagro de la vida, el más humilde, discreto y eficaz de todos los milagros, la maravilla de las maravillas. ¿Acaso es mayor milagro estar sano o vivo de milagro que morir después de haber vivido? Juan Mari es uno de sus nombres.