lunes, 24 de marzo de 2014

El buen rollo


El buen rollo
El buen rollo es aquella nebulosa en la que flotamos una vez contraído el hábito de convivir sin esperanza de conocernos. Unos, porque, encima de sus cabezas, brilla inmutable el cielo de las creencias. Y otros, porque, bajo sus pies, vibra sin cesar la tierra, con sus pulsátiles urgencias. A todos complace por igual descansar entre el cielo y la tierra porque ambos cansan, si bien cada uno a su manera. Convivir, aunque es imperativo, no se nos impone desde afuera: ni desde el cielo que, de vez en cuando, anhelamos ni desde el suelo que pisamos sin querer. Es necesidad hecha virtud por sí misma, espontánea. Hemos de llevarnos bien aunque no nos llevemos, ni bien ni mal. Y, aunque no nos podamos ver, tenemos que poner cara de no esperar vernos.
“Es impropio de esta época!/amar cuánto dura…”, reconoce el poeta Martín López-Vega. Y es de lo más propio, tal vez, el buen rollo, apostillaría yo. Porque el cielo no dura, no recibe el tiempo en su mudanza. Aquello en lo que creemos, lo que está arriba, “guía siempre”, como leemos en el verso de otro poeta, Antonio Colinas. Y, por razones exactamente opuestas, esto es, porque está abajo y en penumbra, la tierra no dura tampoco. Ni puede guiar a los que dudan. Lo que hemos de hacer hoy es lo que para hoy hemos dejado. Mañana siempre será mañana si no es otro hoy.
Y, mientras tanto, que no falte el buen rollo. Que nos reciba esa nebulosa donde ni los sentimientos ni las razones pueden flotar porque, aquellos y éstas, pesan demasiado. Los sentimientos tiran de nosotros hacia abajo. Las razones hacia arriba. Pero en medio flotan muy bien los estados de ánimo. Por un rato, podemos olvidarnos de nosotros mismos. Y pensar que, después de todo, somos buenas persona

lunes, 3 de marzo de 2014

Volver a nacer


Volver a nacer
En un poema antiquísimo, que acabo de descubrir, leo esta mañana muy despacio, como si fuera yo mismo el autor de sus versos o su primer oyente:
Creó Dios el Sol/y el Sol nace y muere y vuelve a nacer;/creó Dios la Luna/y la Luna nace y muere y vuelve a nacer;/creó Dios las Estrellas/y las Estrellas nacen y mueren y vuelven a nacer;/Dios creó al hombre, hijo de Dios,/y el hombre nace y muere y no vuelve a nacer
El poeta, pensé, recordó que nuestros seres queridos desaparecen. Pero aquellos otros a los que no podemos querer no desaparecen. Un día y otro “nacen y mueren y vuelven a nacer”. El poeta sabe, como nosotros, que ni el sol ni la luna ni las estrellas nacen o mueren. Sólo el hombre nace y muere. Sólo él o ella reconocen, sin esfuerzo, la alegría de ver nacer y la tristeza de no saber morir. El sol no nace ni muere. No siente alegría ni dolor. Nosotros, en cambio, sí. Nosotros sabemos lo que es nacer y morir porque hemos visto nacer y morir muchas veces.
En la aurora tibia de la civilización -otra como ésta de mi descubrimiento- hubo hombres, como nuestro poeta, para quienes la humana era otra más de las especies vivas. Algunos, como él, advirtieron, no obstante, la diferencia que la separaba de las demás, aun de los seres más sublimes: en tanto que el sol, la luna y las estrellas siempre vuelven a nacer, el hombre no vuelve a nacer. El hombre es mortal. Pero no todos pensaron como nuestro poeta.
Hubo quienes creyeron que también el hombre podía volver a nacer, como los astros del cielo vuelven a nacer cada día. Volvemos a nacer, en efecto, cada vez que nos dan en la vida una oportunidad, la que hoy esperan tantos jóvenes.
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Hágase la luz!... con voz solemne.                      
El Creador dio comienzo así a la vida,
Y al reflejo de mil luces multiformes
Se despertó se la virtud dormida.
El sol se mostró cual luminaria
Esparciendo calor vivificante…….
(Anónimo)