El buen rollo
El buen rollo es aquella nebulosa en la que flotamos una
vez contraído el hábito de convivir sin esperanza de conocernos. Unos, porque,
encima de sus cabezas, brilla inmutable el cielo de las creencias. Y otros,
porque, bajo sus pies, vibra sin cesar la tierra, con sus pulsátiles urgencias.
A todos complace por igual descansar entre el cielo y la tierra porque ambos
cansan, si bien cada uno a su manera. Convivir, aunque es imperativo, no se nos
impone desde afuera: ni desde el cielo que, de vez en cuando, anhelamos ni
desde el suelo que pisamos sin querer. Es necesidad hecha virtud por sí misma,
espontánea. Hemos de llevarnos bien aunque no nos llevemos, ni bien ni mal. Y,
aunque no nos podamos ver, tenemos que poner cara de no esperar vernos.
“Es impropio de esta época!/amar cuánto dura…”, reconoce
el poeta Martín López-Vega. Y es de lo más propio, tal vez, el buen rollo,
apostillaría yo. Porque el cielo no dura, no recibe el tiempo en su mudanza.
Aquello en lo que creemos, lo que está arriba, “guía siempre”, como leemos en
el verso de otro poeta, Antonio Colinas. Y, por razones exactamente opuestas,
esto es, porque está abajo y en penumbra, la tierra no dura tampoco. Ni puede
guiar a los que dudan. Lo que hemos de hacer hoy es lo que para hoy hemos
dejado. Mañana siempre será mañana si no es otro hoy.
Y, mientras tanto, que no falte el buen rollo. Que nos
reciba esa nebulosa donde ni los sentimientos ni las razones pueden flotar
porque, aquellos y éstas, pesan demasiado. Los sentimientos tiran de nosotros
hacia abajo. Las razones hacia arriba. Pero en medio flotan muy bien los
estados de ánimo. Por un rato, podemos olvidarnos de nosotros mismos. Y pensar
que, después de todo, somos buenas persona