miércoles, 29 de enero de 2014

El melón y la cebolla


El melón y la cebolla  


El mundo es tan desconcertante que necesitamos hacernos de él una idea simple para tratar de entenderlo. Por eso lo imaginamos, a veces, como si fuera un melón. Para comernos un melón lo abrimos por la mitad. Pues bien, una vez abierto, ¿cuál es el resultado? El resultado es un mundo dividido en dos. Y un hombre dividido también por dentro. Por una parte, lo sagrado. Por otra, lo profano. Lo sagrado es lo primero en la vida, aquello por lo que estaríamos dispuestos a morir de pena o a matar de disgustos. Lo profano, en cambio, es todo lo demás. Es la vida prosaica y cotidiana, aquella por la que no mataríamos pero tampoco nos dejaríamos morir. Ya tenemos, pues, abierto el fuego del conflicto con la vida porque la vida es una. No se puede dividir en dos. Por eso todos los dilemas abiertos como el melón para ser comido son trampas tendidas a la vida en las que sucumbe la inteligencia. Que si razón o fe, sanidad pública o sanidad privada, monarquía o república, derecho a decidir o respeto a la vida, dependencia o independencia…..
A la vida le va mucho mejor que la imagen del melón la de la cebolla, una humilde cebolla como aquella que dio nombre a las nanas de la cebolla de Miguel Hernández. Para comerse la médula de la cebolla no hace falta abrirla en dos mitades. Basta con ir retirando capas mientras vamos derramando lágrimas. Y ¿qué nos encontramos cada vez que retiramos una cualquiera de sus capas? Pues los miles de parados en edad juvenil, los miles de familias que pasan frío en invierno porque no pueden pagar la calefacción, los niños que van a la escuela sin desayunar, los enfermos crónicos que no pueden pagar su tratamiento…¿Podemos seguir abriendo el melón?

Nanas de la cebolla
La cebolla es escarcha
Cerrada y pobre, escarcha
De tus dia y de tus noches
Hambre y cebolla,
Hielo negro y escarcha
Grande y redonda.

lunes, 13 de enero de 2014

Desde mi ventana.


Desde mi ventana

Cuando pisé, por vez primera, el instituto que, de niño, había observado desde mi ventana al caer la noche, recuerdo que lo primero que hice fue acercarme, no sin poca timidez, a los ventanales de mi aula de primer curso de bachillerato. Y lo que vi me dejó sin palabras. Lo que vi no esperaba verlo como lo estaba viendo. No esperaba verlo así porque nunca, en realidad, lo había visto: ni así ni de ninguna otra manera. Lo nunca visto: eso era la realidad. Y, ¿qué vi, pues?
…pues la ventana de mi propia casa.
Aquella ventana desde la que yo me había asomado al mundo por primera vez, desde la que lo había espiado en toda su vitalidad, en sus cambios cotidianos, en su nacer y morir, me la había imaginado grande, muy grande y limpia, como un espejo en el que uno pudiera ver desde fuera lo mismo que yo había visto desde dentro. ¿Es que un niño podía imaginarse de otro modo la ventana de su casa, la atalaya de su mundo? Pues no, claro que no. Y, si no, que nos pregunten a los adultos cómo nos imaginamos el mundo: ¿no es  nuestro mundo el mundo, el único que existe? ¿No solemos creer que las cosas que vemos son tal como nosotros las vemos?
Lo que yo vi el día que miré por la ventana de mi instituto fue una ventana pequeña, una más entre otras. Y el edificio cuyo cuarto piso ocupaba mi casa era, a su vez, uno más en el vecindario. Mi atalaya, mi punto de vista, era, en realidad, insignificante. Y yo había estado encerrado durante años en un mundo insignificante que había confundido con el centro, la atalaya del mundo entero, el punto de vista privilegiado para poder verlo todo.
 

Tengo una soledad
tan concurrida
tan llena de nostalgias que.
Tal vez a veces mire el mismo paisaje, y sienta, esa nostalgia inexplicable...Pues de esa misma melancolía me alimento yo...!