lunes, 27 de mayo de 2013


                             EX - CURAS

 
 
Hoy ya están jubilados pero después de haber aportado a la universidad española el caudal de sus conocimientos. Me refiero a tantos antiguos sacerdotes católicos que un día decidieron abandonar el sagrado ministerio. En su nueva condición de ex-curas, llegaron a la universidad y desplegaron allí buena parte del ardor que había requerido de ellos su antiguo sacerdocio. Estos días he estado con algunos de ellos que, evocando su decisión de entonces, me decían: -muchos piensan que dejamos el sacerdocio por un asunto de faldas. Pero no. Lo dejamos porque no encontramos en “la institución” estímulo a nuestras inquietudes, respuesta a nuestras preguntas. Y yo, al oír esto, he pensado que también me pasa a mí algo parecido. A mí y a otros sacerdotes que conozco. ¿Es que hay una institución capaz de inquietarse al calor de un corazón humano? Los seres humanos las hemos creado para que permanecieran quietas. Nuestro corazón, en cambio -como bien sabía San Agustín-, es inquietud. El conflicto es, pues, inevitable; ignorarlo, irresponsable. ¿Cómo convivir con él? Muchos de mis amigos ex-curas son hoy padres de familia, con hijos y nietos por delante. Sus alumnos en la universidad y sus seres queridos pueden dar razón de aquella profunda verdad que los antiguos sabios de Israel descubrieron: “el que salva una vida, salva al mundo entero”. ¿No es cierto que muchos ex-curas se siguen sintiendo sacerdotes, esto es, salvadores de almas? A lo mejor, lo que estos antiguos sacerdotes esperaron en su día de la iglesia y encontraron después en su mujer y en sus hijos fue un rostro humano. Tal vez ellos tuvieron la certeza profética de que, para querer a todo el mundo con un corazón célibe, hay que querer primero a uno solo con un corazón humano. Y que, para salvar a los demás, uno tiene que haber sido salvado primero por amor.
(Quien a vosotros os escucha, a MI me escucha: Y quien a vosotros os rechaza a Mi me rechaza; y quien me rechaza a Mi; rechaza al que Me ha enviado.-Lc-10-V-16)
 

 

 

 

 

lunes, 20 de mayo de 2013


El niño eterno

 
Pedro, mi sobrinito de año y medio, es muy confiado. Se acerca a todos y se queda mirándoles. Sonríe y corre de nuevo a los brazos de sus padres. Es como si quisiera despertar la atención de los demás diciéndoles: ¡aquí estoy! Los adultos nos pasamos la vida tratando de ser algo para que los demás nos admitan en sociedad. Un niño, en cambio, no necesita ser nada para ser feliz porque es él mismo quien trae la felicidad al mundo y éste solo tiene que aceptarla. Solo tiene que corresponder con una sonrisa a quien la suya se la regala. La sonrisa es lo único que le queda a mi madre, postrada por la enfermedad. Uno se pregunta si vivir tiene sentido cuando ya no se puede ser ni hacer nada. Pero se pregunta también si son el ser y el hacer los que dan sentido a la vida. Cuando uno encuentra personas distinguidas por su posición o condición que no saben sonreír sino para ocultar algo que nos dolería conocer a los demás, ¿no siente profunda decepción? ¿De qué sirven el ser y el hacer si por ellos no sigue diciendo “¡aquí estoy!” el niño eterno que escondemos bajo un abrigo gris mientras pasa el tiempo? Algo de esto venía pensando yo desde que, hace unos días, tuve una conversación con José Ramón Pérez-Ornia y su mujer, Isabel. José Ramón, veterano en el periodismo español, me propuso escribir de Dios sin nombrarle. Para que Dios estuviera mucho más presente entre nosotros que cuando hablamos de él con nuestro afán de ser y tener. “Si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino”, nos enseñó el Galileo. ¿Acaso hay otro lugar donde Dios esté más presente que en la sonrisa de un niño o en la de un ser desvalido?  



(El que reciba a un niño en mi nombre; me recibe a Mi De igual modo el Padre celestial, no quiere que Se pierda ni uno solo de estos pequeños. MT-8-1-5)